miércoles, 23 de noviembre de 2011

Tiempo de frío

Este fin de semana, solo en la casa del pueblo completamente fría y con los troncos para quemar en la hoguera contados (que dicho así parece espantoso, pero estaba bien a gusto) se me ocurrió esta idea, que he escrito en un rato esta tarde. Sí, ya la repasaré y la ampliaré, pero luego ya si eso. Como siempre, no es más que el arranque.


TIEMPO DE FRÍO
El retrato de la reina Zagrovia, liberadora de las inteligencias artificiales y pacificadora del cinturón radioactivo del límite de la galaxia, desaparecía entre las llamas, como las palabras que se ahogan en el fondo de la garganta y que ya jamás volverán. Sus bellos pómulos que parecían cincelados en hielo duro, su irónica sonrisa de suficiencia solo iniciada en un lado de su rostro, el claro e indefinido color de sus ojos y la nariz, algo arreglada por el retratista, se zambullían en nacientes agujeros negros entre lenguas de fuego y estallidos crujientes. El artístico marco de ramas de mandrágora aguantaba con más fiereza el empuje inclemente de la hoguera, pero el lienzo, por más que fuera de la más excelsa calidad, estaba siendo aniquilado, sin que importara que nada más caer en el fuego ya hubiese pedido la rendición.
La hoguera apenas se levantaba unos palmos del helado suelo de mármol, el suelo que antaño vio caminar sobre él tanto armaduras de cientos de guerreros como pies descalzos con cascabeles y anillos de multitud de esclavos, ahora oscurecido en plena noche eterna, con sus altas bóvedas de piedra meteórica perdidas ya para el ojo por la ausencia de luz. Se trataba de la pequeña sala de detrás del trono, la sala dispuesta para que los palafreneros y portadores de los escabeles aparecieran por un lateral acarreando lo que les fuera indicado por la realeza. La sala del trono era mucho más grande, más vacía, oscura y fría y ni decenas de hogueras de mayor entidad que ésta, casi un cachorro de hoguera recién nacida y temblorosa, podían haberla ni calentado ni iluminado mínimamente.
Le había dolido realmente arrojar a las exiguas llamas el retrato de la reina Zagrovia, pero más le dolían sus ateridos dedos y sus articulaciones. Además, una vez destruidos los enjoyados tronos gemelos que procedían de las primeras generaciones de reyes del planeta primigenio y los tapices eróticos del periodo de la república de comerciantes, se le hizo más sencillo, aunque tuvo que contener un suspiro el instante antes de dejar que la belleza de la reina, en sus años de juventud, fuera mancillada por las anaranjadas lenguas de fuego.
Fuera de la sala solo había frío. No había espacio para nada más. Tan sólo frío, un frío oscuro que no necesitaba más acompañantes en su invasión de todo el planeta. Unas pequeñas ondas con algo de luz y calor avanzaban unos metros a partir de la hoguera, pero el frío aguardaba tras la frontera. Y fuera del castillo, el frío ya había engullido aldeas y bosques, minas y presas, cementerios, puertos, espaciopuertos, burdeles… Nada resistía al frío, a los copos de nieve que caían en hordas y que cuajaban de inmediato cayeran donde cayeran asimilando toda superficie un una unidad blanca y fría. Si hubiera habido algún ser vivo que hubiese vuelto su cabeza hacia la noche podría haber visto como los copos de nieve eclipsaban el número de estrellas, cayendo con un silencio eficiente como el del espacio entre las constelaciones.
El retrato comenzaba a ser tan solo una serie de diminutas brasas, que brillaban arrodilladas a los pies de unas llamas que menguaban más a cada instante, olvidando su antigua gloria,  como si no fueran solo ellas las que se extinguirían, si no todo el fuego y todas las hogueras de la galaxia, los conceptos mismos de calor y luz eran engullidos por el frío y la oscuridad para no ser contemplados por seres vivos nunca más.
No quedaba ya nada para alimentar a la moribunda hoguera, el retrato había sido lo último que había estado guardando, la sonrisa de la reina le estaba calentando el corazón a la luz temblorosa y ondulante, pero finalmente optó por que sería mejor que le calentara los huesos y las manos. Y ahora, el recuerdo de la sonrisa desaparecida era como el picor de un miembro cercenado o la piel de una vieja herida de guerra que tiraba alguna vez en las veladas de recuerdo de las antiguas batallas. No dolía más que el frío, nada dolía más que el frío, pero su ausencia parecía conseguir que el círculo de luz y calor se redujera unos centímetros.
Fuera del círculo de luz los cadáveres congelados le sonreían, compartiendo un secreto que más pronto o más tarde le revelarían, quietos, regios, como estatuas de bronce en las profundidades marinas, con el frío nadando a su alrededor como peces despreocupados y olvidadizos. Había arrojado ya las partes de sus ropas que pudo arrancar con un tirón seco, y solo de los cadáveres más cercanos, aquellos que permitían ver la hoguera y que estuvieran a una distancia que permitiese aguantar la respiración para que el hielo no habitara en sus pulmones y fuera una más de las estatuas sonrientes sobre el mármol helado y resbaladizo como las joyas muertas enterradas con los reyes en los panteones familiares.
Entre los estertores de la hoguera y el crujido de la nieve presionando las vidrieras, oyó algo un ligero susurro, una discreta llamada, muy silenciosa para que el frío no pudiera escucharla. Se levantó y sin perder de vista las brasas, ya no quedaba nada del esplendor de unas llamas, se dirigió hacia el sonido. Parecía una risa, un tarareo simpático y una espera entre silbidos. Se le sumó un olor agradable, a sábanas limpias y a incienso puro, el olor de una habitación real. Una cara pálida, suave como el alabastro dejaba destacar una sonrisa irónica, de suficiencia, solo a un lado de los labios fruncidos. La reina Zagrovia alargó sus delgados brazos, sus pulseras tintinearon con amabilidad, sus pies descalzos se deslizaron por el hielo encima del mármol. El calor emanaba de su cuerpo y prometía el fin de todas las desdichas, un abrazo y todo se arreglaría. Nada importaría ya entre los brazos de la reina más famosa de la galaxia, fallecida hacia más de mil años, con su cara enterrada en su cuello y sus manos acariciando su pelo mientras le susurraba que el calor volvería y el frío se retiraría para dejar pie a una primavera eterna de meriendas bajo los árboles con música y alcohol, chapuzones en los arroyos de montaña y el sexo sudoroso bajo las estrellas fugaces en las efímeras noches de verano…
Sonreía, como el resto de cadáveres, como una estatua con una pátina esmaltada, abrazado a una columna, a varios pasos de los restos de una hoguera, ya fría, apagada, en la helada sala contigua a la helada sala del trono. Todo era ya frío.

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