lunes, 28 de noviembre de 2011

Cantares de la Reina Zagrovia I

Como hubo buena gente a quien le gustó el último relato y me dijeron que siguiera con él, pero como no tiene fácil continuación, tiramos por la calle de en medio, con precuelas que siempre funcionan. Así que comenzamos una serie de microrrelatos sobre la reina Zagrovia, reconociendo completamente la influencia para ellos de ese genio que fue Stanislaw Lem.


CANTARES DE LA REINA ZAGROVIA.
Un atentado contra su grandeza
Oíd y sabed, súbditos, que en aquellos momentos la reina Zagrovia, en su majestad elevada, saludaba con fingida desgana realizando un suave movimiento de sus blancas manos con una precisión que ya hubieran querido para sí los más reputados xenoneurocirujanos del imperio.
Delante de su grandeza, en los cielos, cromados cazas atmosféricos rompían la barrera del sonido, pero lo hacían ralentizando su velocidad en un campo de éxtasis temporal para que todos los asistentes pudieran ser partícipes de la hazaña de ingeniería que suponía y para que el sonido que se hubiera creado no eclipsara los vítores y las súplicas de los súbditos por una mirada de su monarca.
Pasando delante del palco, la guardia de lanceros atómicos, con el fulgor esmeralda en las puntas de sus armas reglamentarias reflejado en sus gafas oscuras, caminaban marcando el paso, seguidos por los lobos cibernéticos de la quinta luna, exudando almizcle y mostrando sus colmillos de carbonita natural.
Las I.As, recientemente liberadas integraban y derivaban en milésimas de segundo las órbitas de todos los planetas bajo la égida de la reina como tributo a su grandeza y componían anagramas sin cesar con las letras del nombre Zagrovia. Palabras de poder y magia que palidecían ante el poder y la magia de la soberana.
Cerrando el séquito, rodaban pequeñas carrozas cerradas con grandes paredes de lupa que dejaban ver al microejército, defensores del reino contra las amenazas nanoterroristas, los virus inteligentes y las bacterias cotidianas.
Todo era festivo, la lluvia había planeado frustrar el desfile, pero el contraespionaje meteorológico había interceptado los mensajes codificados de las borrascas y se había conseguido lanzar a tiempo un sol artificial que brillaba radiante, no tanto como la sonrisa de la reina, pero era un digno competidor. Los fuegos artificiales diurnos desnudaban sus almas multicolores y hacían llorar a quienes los contemplaban porque conectaban con los recuerdos más felices de cada uno de ellos.
De repente un trueno en miniatura se dejó oír sobre el resto de sonidos e inmediatamente una inesperada fuente comenzó a manar sangre justo delante de la reina. Los guardaespaldas invisibles se habían llevado los impactos múltiples de la bala atómica de repetición que se había apuntado al bello rostro de la reina. La guardia telépata descubrió que el francotirador estaba situado a varios kilómetros, oculto en el santuario de una cueva que había albergado a los primeros habitantes del planeta, como atestiguaban sus pinturas verdes de hongos fosforescentes correspondientes a la segunda edad de la piedra moldeada.
El francotirador, una vez fue llevado a su presencia, no pudo soportar la sonrisa de desagrado de la reina, se arrodilló implorando su perdón, besó sus níveos pies ensortijados y juró defenderla para siempre jamás una vez oyó su tono de reproche y sintió como su corazón no quería volver a bombear sangre hasta que no volviera a oír la voz más melodiosa de la galaxia. Pasó el resto de su vida en una roca flotante de menos de un metro de diámetro, en órbita perpetua,  disparando con su pistola atómica contra los meteoritos que se dirigieran a cualquier planeta del imperio de la reina Zagrovia, salvando muchos de ellos de la hecatombe.
Hubo más atentados contra ella, todos ellos malogrados por el espíritu previsor de su majestad y todos los perpetradores se arrojaron a sus pies convirtiéndose en sus mayores defensores hasta su muerte, muchos de ellos dieron la vida por ella y pasaron esa responsabilidad a sus descendientes quienes crearon logias secretas de defensa al trono.
La reina incluso fue capaz por sí misma de escapar de un secuestro y de descubrir en plena corte a su clon suplantador, pero esa historia será contará en otra ocasión.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Tiempo de frío

Este fin de semana, solo en la casa del pueblo completamente fría y con los troncos para quemar en la hoguera contados (que dicho así parece espantoso, pero estaba bien a gusto) se me ocurrió esta idea, que he escrito en un rato esta tarde. Sí, ya la repasaré y la ampliaré, pero luego ya si eso. Como siempre, no es más que el arranque.


TIEMPO DE FRÍO
El retrato de la reina Zagrovia, liberadora de las inteligencias artificiales y pacificadora del cinturón radioactivo del límite de la galaxia, desaparecía entre las llamas, como las palabras que se ahogan en el fondo de la garganta y que ya jamás volverán. Sus bellos pómulos que parecían cincelados en hielo duro, su irónica sonrisa de suficiencia solo iniciada en un lado de su rostro, el claro e indefinido color de sus ojos y la nariz, algo arreglada por el retratista, se zambullían en nacientes agujeros negros entre lenguas de fuego y estallidos crujientes. El artístico marco de ramas de mandrágora aguantaba con más fiereza el empuje inclemente de la hoguera, pero el lienzo, por más que fuera de la más excelsa calidad, estaba siendo aniquilado, sin que importara que nada más caer en el fuego ya hubiese pedido la rendición.
La hoguera apenas se levantaba unos palmos del helado suelo de mármol, el suelo que antaño vio caminar sobre él tanto armaduras de cientos de guerreros como pies descalzos con cascabeles y anillos de multitud de esclavos, ahora oscurecido en plena noche eterna, con sus altas bóvedas de piedra meteórica perdidas ya para el ojo por la ausencia de luz. Se trataba de la pequeña sala de detrás del trono, la sala dispuesta para que los palafreneros y portadores de los escabeles aparecieran por un lateral acarreando lo que les fuera indicado por la realeza. La sala del trono era mucho más grande, más vacía, oscura y fría y ni decenas de hogueras de mayor entidad que ésta, casi un cachorro de hoguera recién nacida y temblorosa, podían haberla ni calentado ni iluminado mínimamente.
Le había dolido realmente arrojar a las exiguas llamas el retrato de la reina Zagrovia, pero más le dolían sus ateridos dedos y sus articulaciones. Además, una vez destruidos los enjoyados tronos gemelos que procedían de las primeras generaciones de reyes del planeta primigenio y los tapices eróticos del periodo de la república de comerciantes, se le hizo más sencillo, aunque tuvo que contener un suspiro el instante antes de dejar que la belleza de la reina, en sus años de juventud, fuera mancillada por las anaranjadas lenguas de fuego.
Fuera de la sala solo había frío. No había espacio para nada más. Tan sólo frío, un frío oscuro que no necesitaba más acompañantes en su invasión de todo el planeta. Unas pequeñas ondas con algo de luz y calor avanzaban unos metros a partir de la hoguera, pero el frío aguardaba tras la frontera. Y fuera del castillo, el frío ya había engullido aldeas y bosques, minas y presas, cementerios, puertos, espaciopuertos, burdeles… Nada resistía al frío, a los copos de nieve que caían en hordas y que cuajaban de inmediato cayeran donde cayeran asimilando toda superficie un una unidad blanca y fría. Si hubiera habido algún ser vivo que hubiese vuelto su cabeza hacia la noche podría haber visto como los copos de nieve eclipsaban el número de estrellas, cayendo con un silencio eficiente como el del espacio entre las constelaciones.
El retrato comenzaba a ser tan solo una serie de diminutas brasas, que brillaban arrodilladas a los pies de unas llamas que menguaban más a cada instante, olvidando su antigua gloria,  como si no fueran solo ellas las que se extinguirían, si no todo el fuego y todas las hogueras de la galaxia, los conceptos mismos de calor y luz eran engullidos por el frío y la oscuridad para no ser contemplados por seres vivos nunca más.
No quedaba ya nada para alimentar a la moribunda hoguera, el retrato había sido lo último que había estado guardando, la sonrisa de la reina le estaba calentando el corazón a la luz temblorosa y ondulante, pero finalmente optó por que sería mejor que le calentara los huesos y las manos. Y ahora, el recuerdo de la sonrisa desaparecida era como el picor de un miembro cercenado o la piel de una vieja herida de guerra que tiraba alguna vez en las veladas de recuerdo de las antiguas batallas. No dolía más que el frío, nada dolía más que el frío, pero su ausencia parecía conseguir que el círculo de luz y calor se redujera unos centímetros.
Fuera del círculo de luz los cadáveres congelados le sonreían, compartiendo un secreto que más pronto o más tarde le revelarían, quietos, regios, como estatuas de bronce en las profundidades marinas, con el frío nadando a su alrededor como peces despreocupados y olvidadizos. Había arrojado ya las partes de sus ropas que pudo arrancar con un tirón seco, y solo de los cadáveres más cercanos, aquellos que permitían ver la hoguera y que estuvieran a una distancia que permitiese aguantar la respiración para que el hielo no habitara en sus pulmones y fuera una más de las estatuas sonrientes sobre el mármol helado y resbaladizo como las joyas muertas enterradas con los reyes en los panteones familiares.
Entre los estertores de la hoguera y el crujido de la nieve presionando las vidrieras, oyó algo un ligero susurro, una discreta llamada, muy silenciosa para que el frío no pudiera escucharla. Se levantó y sin perder de vista las brasas, ya no quedaba nada del esplendor de unas llamas, se dirigió hacia el sonido. Parecía una risa, un tarareo simpático y una espera entre silbidos. Se le sumó un olor agradable, a sábanas limpias y a incienso puro, el olor de una habitación real. Una cara pálida, suave como el alabastro dejaba destacar una sonrisa irónica, de suficiencia, solo a un lado de los labios fruncidos. La reina Zagrovia alargó sus delgados brazos, sus pulseras tintinearon con amabilidad, sus pies descalzos se deslizaron por el hielo encima del mármol. El calor emanaba de su cuerpo y prometía el fin de todas las desdichas, un abrazo y todo se arreglaría. Nada importaría ya entre los brazos de la reina más famosa de la galaxia, fallecida hacia más de mil años, con su cara enterrada en su cuello y sus manos acariciando su pelo mientras le susurraba que el calor volvería y el frío se retiraría para dejar pie a una primavera eterna de meriendas bajo los árboles con música y alcohol, chapuzones en los arroyos de montaña y el sexo sudoroso bajo las estrellas fugaces en las efímeras noches de verano…
Sonreía, como el resto de cadáveres, como una estatua con una pátina esmaltada, abrazado a una columna, a varios pasos de los restos de una hoguera, ya fría, apagada, en la helada sala contigua a la helada sala del trono. Todo era ya frío.

lunes, 14 de noviembre de 2011

Hola mundo.

Tras enterarme del fascinante concepto empleado en programación "hola mundo". Ésto se ha escrito casi solo:


“Hola mundo” se podía leer escrito con pulcras letras en el horizonte anaranjado, jugoso como el néctar de una granada y luminoso como una tarta de cumpleaños en una habitación a oscuras. “Hola mundo”.
La vegetación selvática se mecía con elegancia como las niñas que aprenden a bailar guiadas por las manos expertas de una buena profesora de danza gracias al viento que, como compensación, se perfumaba con el olor fresco y primigenio de los titánicos tallos verdes flexibles como la misma vida.
Los volcanes rugían a lo lejos, como mamuts copulando, compartiendo la alegría de la nueva vida desde las profundidades del mundo recién creado en un cúmulo de ceniza, lava y calor pegajoso, lanzando al cielo brillante el confeti que celebraba el nacimiento de un nuevo mundo.
Programar en un entorno de realidad virtual no era tan fácil como los estudiantes de programación podían creer. La ventaja para los más imaginativos o para quienes precisaran de visualizar cada fragmento de código era que podía uno meterse en el programa mientras se iba creando, para poder elevarse así con cada sillar de la catedral que surgía de las sucias calles embarradas de la aldea. Pero con eso no bastaba, el lenguaje de programación tenía que seguir siendo utilizado, el pensamiento puro, sin lenguaje no bastaba. Por eso siempre le ayudaba pensar en términos evolutivos. Así,  para las primeras líneas de programa, tratara éste de lo que tratara, visualizar un nuevo planeta en formación era lo más adecuado: Los cráteres de meteoritos recién excavados, todavía perlados con los restos de hielos de los cometas; Todos los continentes durmiendo juntos, abrazados durante una noche cálida de millones de años; pantanos burbujeantes y preñados de vida primitiva, en los que, en líneas de código posteriores se hundirían los dinosaurios para que sus huesos durmieran también juntos arropados en el suave alquitrán, y que serían clonados en las últimas líneas del programa para volver a caminar orgullosos por los nuevos pantanos holográficos que los seres de energía pura que gobernaban el planeta habían creado para su solaz…
“Hola mundo” era lo más básico, un inicio modesto pero que permitía entender cómo es el entorno de programación, la estructura básica del programa. El propio entorno saludaba a su creador, siguiendo sus instrucciones, junto con las nubes de mosquitos gigantes, los escurridizos trilobites y los primeros anfibios que salen de las aguas de amatista para seguir la yincana evolutiva subiendo a los árboles y volviendo a bajar de ellos.
Los volcanes se callaron, la lava se serenó y se dedicó a reposar su furia bajo la tierra, las criaturas que bajaron de los árboles se escondieron en las cuevas, utilizando el fuego robado a los rayos para ahuyentar a los depredadores más peligrosos y para calentar la carne de los herbívoros más lentos. Mientras, las líneas de código avanzaban línea tras línea construyendo los rudimentos del programa con cada movimiento preciso con el guante de realidad virtual.
Las chispas saltaban con la aparición de las nuevas herramientas de metal y las tribus se aniquilaban unas a otras por las vetas del preciado mineral en bruto y las líneas avanzaban más y más deprisa cada vez… Castillos, catedrales, lonjas de comercio y barcos para surcar los océanos tenidos por infinitos, carros, carros de hierro que se movían solos, palos de fuego… Ordenadores y realidad virtual. Y una manera de programar visualizándolo todo, de modo que al final todo evolucionara en un programador que, con su guante de realidad virtual, tratara de empezar un nuevo programa con un sencillo inicio, escribiendo en el anaranjado horizonte: “Hola mundo”.