lunes, 11 de agosto de 2014

Espartero exterminador de monstruos. Capítulo 10.

Pues por fin, tras casi seis meses de inactividad vuelve Espartero, a ver si para la próxima no tarda tanto.



CAPÍTULO 10: LOBOS TRAS LAS PUERTAS.

 Hay tres tipos de personas que te pueden tocar en suerte durante un asedio. Primero están los mejores de todos, el sueño de cualquier asediado, los que se esconden detrás de cualquier objeto que tenga un tamaño capaz de cobijar a un ratón, por lo que no están disponibles durante la mayor parte del tiempo. Tal comportamiento es enormemente de agradecer dadas las circunstancias tan propensas a los roces a la mínima ocasión. Si tienes en tu grupo a muchos de ellos durante la defensa del sitio, resulta un espectáculo asombroso, y hasta casi inverosímil, el verlos salir de todas partes cuando ya no queda más remedio, prácticamente al final del asedio cuando ya toda la suerte está echada para bien o para mal. Y aunque resulten poco apreciados por la mayoría de los oficiales yo jamás he podido tener ni una queja para con ellos puesto que no molestan ni un ápice. Los que presentan un meritorio segundo puesto son aquellos que permanecen en todo momento a tu lado durante la tensa espera, no se inmutan ante las nubes de tormenta que empiezan a formarse en lontananza y que descargarán en breve toda su furia. No se alejan ni medio paso del baldosín en el que parecen haberse plantado,  contemplan hieráticos el terreno, pero lo hacen con la mirada perdida, fija más allá de las defensas, pasmados y quietos como una prostituta aburrida durante el servicio, sin que les oigas, no ya una palabra ligeramente alta, es que ni siquiera respirar se les siente. Si no vas a tener de los primeros entre los tuyos, reza para que al menos sean de estos otros. A veces ponen un poco de los nervios, ya que no sabes si se han dormido, se han muerto del susto o eran maniquíes desde el principio y has sido tú quién ha perdido la chaveta y estás entonces más pendiente de ver si respiran o se mueven que de la defensa, pero hay que reconocerles que molestar, tampoco molestan. Por último están a quienes los nervios y la tensión del momento les superan y les hacen cotorrear sin pausa, encadenando de corrido unas frases con otras que vuelan en círculos sobre las mismas historias una y otra vez, aunque sigan resultando incomprensibles para el oyente a pesar de haberlas escuchado ya una docena de veces en los últimos minutos. 
Pues a pesar de estar bien catalogados estos tres grupos, la inmensa mayoría de las veces, a tu vera tendrás a los del tercer tipo. “La ley de Murci” lo llamábamos, en honor de un soldado murciano que nos acompañó en Ayacucho y que fue quien concretó el axioma.

-          … Otra vez, los mozos del pueblo nos apostamos a que éramos capaces de pasar la noche de difuntos en el molino abandonado. Decían que estaba embrujado porque el molinero mató allí a su mujer al encontrársela jodiendo con un arriero que venía para la feria. Al arriero también le apioló, claro. Se contaba incluso que algunas noches se oían como arañazos en el techo y que si mirabas hacia arriba podías ver cómo aparecían unas marcas en las vigas de madera que eran producidas por los cuernos del fantasma del molinero y que en ese preciso momento el espíritu del arriero se aparecería en tu casa y se zumbaría a tu mujer… El caso es que esa noche, dispusimos unas botas de vino y unos zarajos…
-          Un segundo tan solo.- Levanto la mano con firmeza y escudriño el horizonte sin otro propósito que disfrutar de unos instantes de silencio. Si no fueran a asediarnos unos loup-garou esta noche y necesitáramos a todos los hombre disponibles el capitán estaría ya atado y amordazado en el sótano más profundo del villorrio, con un número de patadas en el cuerpo que sin llegar al centenar, no sería en ningún caso inferior a la docena.

 La plaza de esta aldea estaba rodeada por los muebles más resistentes y grandes que pudimos apandar, apuntalados por las reservas de leña de los aldeanos. Las vetustas mesillas de noche que relucían gracias a la pátina de revestimiento que les proporcionaba la cera de incontables velones de sebo, los armarios que cobijaron tanto trajes de domingo como amantes desde los tiempos del primer Borbón, viejas camas en las que nacieron, jodieron y murieron generaciones de labriegos… se amontonaban junto a tocones, ramas de almendros todavía con brotes, viejos leños rugosos y teas de madera joven que ya no verían nunca el fuego de cocina de unas patatas guisadas en el campo. La impresión general era la de una presa de río construida por unos castores retrasados y muy aficionados al orujo, pero no teníamos tiempo para nada más bonito y si la construcción resultaba inestable tampoco sería una tragedia si se les caía encima a quienes pretendieran asaltarla. Además, que la barrera se erguía sus buenos dos metros para el poco tiempo del que habíamos dispuesto y como ingeniero del ejército que había sido estaba ciertamente orgulloso del resultado. Pero esa era tan solo la primera e inanimada línea de defensa, el grueso de la tropa, los que al fin y al cabo nos liaríamos a tiros, nos dividíamos entre los tejados de los edificios de mayor altura y en la cima de la torre de la pequeña iglesia del pueblo, cuyo techo se debería haber derrumbado no mucho después de Guadalete. La inmensa mayoría de los aldeanos ya habían huido de la guerra hacía semanas, pero los que no lo habían hecho, que no serían más de cinco o seis tozudos ancianos de ambos sexos y el tonto del pueblo, habían sacado al centro de la plaza unas tablas y unos barriles para improvisar unas mesas sobre las que ahora jugaban al dominó. Unos farolillos tan sucios que parecían haber sido engullidos y vomitados de puro asco por una cabra en la última feria colgaban encima de la timba y daban a la estampa un aire de lo más estrafalario.

-          … Otra vez, los mozos del pueblo, otros, no los mismos del molino, quisimos comprobar si era verdad que en un claro del bosque las brujas iban allí por las noches a bailar desnudas y a cometer actos contra natura.
-          ¿Y los visteis? ¿Los actos contra natura, me refiero?- Entró al trapo uno de los soldados quien aferraba con fuerza el fusil, seguramente como consecuencia de las imágenes que se formaban en su cabeza y su propia versión de lo que significaba “contra natura”. Suele ser este un concepto muy amplio cuyos límites oscilan entre un beso en la frente a tu prometida sin estar casados, a diversiones que hubieran hecho sentirse sucios a los más pervertidos de Sodoma. En este caso, a tenor de la fuerza con la que sus dedos se cerraban en el arma parecían  estar dichas imágenes más cercanas al límite superior.
-          La verdad es que nos perdimos dando vueltas por el bosque, obra de los hechizos de las brujas, sin duda. Acabamos finalmente en un burdel regentado por una prusiana que…
-          Un segundo tan solo.- Vuelvo a repetir el truco que me ha dado resultado las últimas quince veces y continúo oteando el horizonte en el breve silencio que resulta, me lo bebo como el primer trago de alcohol de quien acaba de salir del penal y lo disfruto por poco que vaya a durar.
-          General….- El joven soldado de la abuela sabia rompe el silencio. No digo nada porque si no lo hubiera roto otra vez el capitán contándonos la enésima versión de una anécdota terrorífica más protagonizada por los mozos de su pueblo, que debería ser estudiado como auténtico milagro evolutivo por el ateo de Darwin.
-          Dime.- Contesto con rapidez para que sea casi imposible que nadie pueda interceptar el diálogo y seguir contando chorradas.
-          Sigo pensando en todo lo que me contaba mi abuela. Lo de las pieles y la sal, pero también de otras muchas cosas. Cuentos, o al menos yo creía que eran cuentos, sobre…- Parece vacilar un poco y no parece capaz de continuar. Decido ayudarle:
-          Puedes decir la palabra, no te preocupes. Todos hemos visto como han quedado nuestros compañeros en el campamento, el ataque de esos lobos gigantescos y las pieles en la nieve. Todos estamos pensando en lo mismo y todos sabemos ya, o deberíamos saber, qué no se trata solo de cuentos. Hombres lobo. Entre nosotros podemos hablar con tranquilidad, teniendo en cuenta, claro, que a la vuelta a la vida civil no podemos decir ni mus a nadie.
-          ¿Cómo podemos reconocerles en su forma humana? - Termina con bastante frialdad, hay que reconocerlo.
-          ¿Decía algo tu abuela sobre el tema?
-          Ella y sus comadres comentaban muchas cosas, pero no creo que fuera cierta ninguna porque hablaban de multitud de cosas, tales como tener el pelo naranja o que sobresalga por las orejas, los dedos índice y anular del mismo tamaño, las cejas unidas y muy pobladas, vestir con pieles de animales en cuaresma…
-          Vamos, que en la práctica casi cualquier aldeano podría tener una o dos de esas señales, ¿verdad?
-          Esa era mi duda. Yo, de crío en el pueblo, no hacía más que pensar que todos podrían ser licántropos.
-          Me temo que no hay nada tan sencillo como esperar a ver si dos aldeanos se huelen el culo para saludarse como hacen los lobos.- Digo distendido, pero la broma parece haber caído en un pozo vacío y profundo porque las sonrisas que deberían haber aparecido de inmediato suenan muy tarde.

El viento cambia de pronto y trae un olor penetrante, similar a otros muchos, como cuero sin curtir, almizcle salvaje, sudor animal, pelo mojado… Y a rabia. Si la rabia y el odio que las criaturas vivientes sienten hacia otras pudieran presentarse como un olor, éste sería justamente lo que nos acercaba el viento helado.
-          ¡Pero cómo se te ocurre cerrar ahora sabiendo que estaba yendo yo a seises! ¡El pito doble no se tira nunca, aborciao!- Brama uno de los ancianos, acompañando sus gritos con el sonido más enervante que conoce la especie humana, los golpes repetitivos de las fichas de dominó encima de la mesa, que en este momento me suenan como dientes cerrándose sobre un miembro y partiendo un hueso con un chasquido.
-          ¡Aborciau, aborciau!- Repite el tonto del pueblo mientras ríe y aplaude, alargando la última “u” de una manera lastimera que asemeja a un aullido.- ¡Aborciauuu, aborciauuu!
Pero no tiene que sostener la nota mucho, porque lo que parece una gran cantidad de aullidos de lobo ayudan a elevarla haciendo que no haya otro sonido que pueda oírse en leguas alrededor de esta villa y del bosque circundante.
-          Vamos a necesitar una barrera más grande.- Apenas acierto a mascullar entre los aullidos y la visión terrible de lo que se acerca a la plaza.

No puedo asegurar el número porque galopan con una velocidad diabólica mientras se van cruzando entre ellos para dificultar los disparos, pero parecen casi una decena de lobos enormes, con el pelo tan erizado que aparentan doblar el tamaño. Bocanadas de vaho son expulsadas de sus fauces como el vapor saliente de las calderas de Pedro Botero, mientras van dejando sus huellas en la nieve en su cabalgada hacia la barrera que ahora se me antoja un juego infantil con cubitos de madera.
-          Ante todo tranquilidad.- Me hago oír entre el estruendo de gruñidos y entre los viejos del dominó que, pese a todo, siguen discutiendo por cómo han cerrado la partida sus compañeros.- No disparéis a lo loco que no os dará tiempo a recargar. Apuntad y tirar solo cuando estéis seguros. Todos hemos puesto la cera de cirio Pascual en la culata del rifle, aunque la bala les roce estarán muertos.- No sé si será del todo cierto ese remedio, pero en este pueblo no quedaba nada de plata y no había lugar para fundirla aunque hubiéramos dado con algún cubierto olvidado, así que tendrá que valer.

 El capitán aguanta la presión mejor de lo que habría esperado y de un certero disparo detiene en seco a uno de los lobos antes de que llegue a saltar la barricada, su cuerpo queda extendido en el suelo y enseguida se cubre por la sangre como una enorme isla en un mar de sangre. El joven de la abuela sabia se parapeta de una manera muy hábil y se apoya para apuntar, por lo que no debería fallar el tiro. El resto de soldados, desde sus posiciones, hacen sonar sus fusiles, no todos con acierto, pero el porcentaje no es malo, lo que permite que no tenga que apresurarme. Yo aguardo mi tiro, una voz en mi cabeza me dice que aguante, que no dispare aún. Solo los locos hacen caso a las voces de su cabeza, pero como los locos no saben que están locos no tienen motivos para no hacer caso. A mí esta voz me ha salvado más de una vez, evitando frases que iba a responder a mis superiores y se detuvieron en seco casi, casi detrás de los incisivos; De bellas jóvenes casaderas de las que tras divisar un brillo extraño en los ojos se formaron las palabras “huye y no mires atrás” en mi cabeza; Con la elección del sendero correcto en una bifurcación de caminos… Ahora me decían: “Guarda una bala. Hagas lo que hagas no dispares y no dejes la recámara vacía por nada del mundo”. Decidí hacerle caso. 

 Los disparos sonaban de forma desacompasada, pero según martilleaban, los aullidos y gruñidos cedían su espacio a las detonaciones. No todos me estaban haciendo caso y cuidaban con esmero los disparos, pero sí que parecían dar en el blanco la mayoría de las veces. Cierto es que dado el tamaño del los lobos, el siguiente blanco más fácil era solo acertar a la nevada que rodeaba el pueblo, pero no era momento de quitar méritos a nadie, sobre todo cuando exclusivamente un lobo fue capaz de saltar la barrera y de un segundo salto llegar a la torre desmochada donde estábamos. Un golpe propinado por mi rifle en el hocico hizo que girara la cabeza y el capitán le disparó entre los ojos. El resto de los lobos no llegaron a sobrepasarla y yacían desparramados en lo que una vez fue nieve y ahora era un barro ensangrentado y humeante. Había pasado todo muy rápido y sin sufrir bajas. Pero algo no iba bien.

-          Perfecto. Un trabajo excelente y siento auténtico orgullo de todos vosotros.- Les animo antes de seguir con las malas noticias.- Pero aún no ha acabado todo, hay que quemar los cuerpos. Me da lo mismo que echéis éste de aquí allí abajo o que paséis a la plaza esos otros, si preferís estar tras la barricada,  pero no podemos perder mucho tiempo.
 Ante el esfuerzo de pasar varios cuerpos de lobos gigantes por encima de la barrera el joven de la abuela versada en estos temas propinó una patada al lobo muerto que cayó de la torre,  rodó por encima de un mueble para los zapatos y aterrizó desmadejado al lado de sus compañeros de manada. Varios soldados bajaron al otro lado, visiblemente más tranquilos y comenzaron a bromear mientras otros les lanzaban los muebles menos pesados y los troncos más resecos para encender la hoguera que acabara definitivamente con los licántropos. ¿Qué es lo que podía ir mal?
-          Nueve… ¡Y diez! - Los abuelos del pueblo, haciendo caso omiso a todo lo que acontecía a su alrededor, cosa por otro lado muy propia de su edad, seguían contando los puntos de la partida de dominó.
 Y recordé entonces una máxima del cuerpo de ingenieros del ejército, empleada siempre que la presión parecía rodearnos y nos enfangábamos en el error una y otra vez cuando calculábamos los pesos de los puentes: “Si todo va mal, siempre puedes contar con contar”. Me dediqué por tanto a contar lobos. Nueve lobos. Nueve es menos que diez. Diez pieles en la nieve, solo nueve lobos. La cuenta está hecha y es incontestable. 

 Me agacho a tiempo de ver como una mano terminada en una garra afilada rasga el aire encima de cabeza haciéndolo sonar casi como a una guitarra, no llega ni a rozarme, pero el brusco movimiento hace que suelte el fusil. Detrás de la garra viene una figura enorme, bípeda y solo peluda en parte, con rasgos de lobo y de humano, no obstante en los cuales aún se pueden reconocer sus facciones.
-          Lo siento, pero no puedo dejar que queméis los cuerpos. Hasta ahora ha sido divertido, pero ya ha sido suficiente entretenimiento.- El hombre lobo que a saber si era verdad que tenía una abuela sabia se erguía delante de mí y parecía crecer por momentos, tanto que desde mi posición sus hombros al ensancharse tapan la luna llena en el horizonte.
-          Así que de abuela sabia nada, ¿verdad? - Pregunto para distraerle mientras trato de agarrar mi arma caída.
-          La mía desde luego no era, pero me he comido a muchas abuelas y alguna de ellas podía haberle contado eso a su nieto. Así que casi como si lo fuera.- Me dice mientras pisa el fusil con un pie y con el brazo alcanza al otro soldado que quedaba aquí arriba y lo lanzó más allá de la torre como un niño que lanza a lo lejos un gorrión herido en un ala para que vuele.
-          ¿Llevas mucho entre nosotros? - Trato de seguir hablando para ganar tiempo. Parece ser una criatura a la que le gusta jugar con la comida, así que espero siga hablando y deleitándose con el futuro sabor de la carne de general isabelino.
-          Bastante, no desde que salisteis de Madrid, pero casi. Me lo he pasado bien oculto y me ha divertido ver vuestra ignorancia sobre nosotros, pero todo termina al final, menos el aullido eterno de la manada en la noche.
-          ¿Y la décima piel? Porque en el claro había diez pieles y tú estabas ya con nosotros.
-          Era la piel de uno de vuestros soldados, supuse que no íbais a poner a contar todos los pedacitos de los muertos y quise despistaros un rato. Por cierto, que lo de la sal les habrá jodido bastante. La bala disparada con el fusil con cera Pascual en la culata también duele, gracias. Pero no mata. Algunos querrán hacértelo pagar, así que haremos contigo como el chiste de la familia de granjeros que tenían mucho cariño por su cerdo, te comeremos poco a poco.
-          Ya me dice la gente que mucho rato conmigo empalaga, sí, mejor que no sea todo de golpe u os sentaré mal.- No me deja casi terminar, coge el rifle y lo despedaza de un movimiento.
-          Bien. Te parto las dos piernas, bajo allí, me cargo a tus hombres y luego vuelvo y jugamos otra vez con sal y con pieles. Con las tuyas esta vez.
 No termina la frase él tampoco porque la barrera del otro lado de la plaza estalla en mil pedazos propiciando una lluvia de astillas y de polvo. Cuando se posa el polvo una escultura gigantesca de un hombre con rizos hecha de barro gris poco cocido avanza con pasos decididos y largos hacia la torre. Detrás de él un anciano con unas raídas ropas negras y un birrete se sopla las manos antes de escribir algo en un pequeño pedacito de papel. La escultura se agacha y el vejete se la introduce en una ranura de la cabeza.
-          ¡Ashevero!, veo que has traído al final a tu golem. Pero has tardado mucho, no sé si te pagaré todo lo que te dije o será algo menos.- Río mientras veo como la cara de furia del Loup-Garou impide que se percate de que cojo mi rifle. El hombre lobo salta hacia el nuevo enemigo, el golem avanza. Yo disparo y vuelvo a reírme.- ¡Jodido judío! ¡Seguro que has tardado tanto porque has esperado hasta encontrar el carruaje más barato que te llevara el norte!- Bromeo, la verdad es que nunca me he alegrado tanto de ver aparecer a alguien. Pero faltar a quien te salva la vida es algo de lo más gratificante. Deberíais probarlo.