jueves, 2 de febrero de 2012

Liceos

Y, como ya es norma habitual y las tradiciones hay que mantenerlas que luego es un horror limpiar la casa cuando se han ido, volveré con un nuevo inicio de una posible serie de relatos. No tengo la menor idea de cómo seguirlo o cómo poder tratar sobre ello, solo ha sido una pequeña variación sobre un pensamiento que me vino hace tiempo en forma de imagen y que quería, al menos, esbozarlo.
Ahí se lo dejo por si quieren echarle un ojo:


LICEOS
1. LA MEDUSA Y EL SUSURRO.
La lluvia había terminado de cabalgar por el valle y, tan generosa como siempre, había abierto sus sacos negros de terciopelo suave y dejado la llanura plagada de regalos, como solía hacer todos los años el mago del solsticio, millones de gotas de agua colgando juguetonas de las briznas de hierba y de los altos sauces que ahora reflejaban la luz del sol que volvía a salir de su escondite como si no hubiera pasado ningún miedo durante la tormenta; había dejado también el aroma inigualable de la tierra húmeda, cargado de matices y de contrastes olfativos y había, incluso, hecho salir a los caracoles de la seguridad de sus conchas irisadas y que despidieran graciosamente con sus apéndices a los cirros mientras estos se alejaban para seguir repartiendo regalos por otros valles que les esperaban expectantes.
Había salido a dar un pequeño paseo, para despejarse de las largas horas de estudio, y para eso no había nada mejor que respirar el aire recién nacido tras la tormenta,  aspirar la atmósfera helada con sus fosas nasales deseosas de abandonar el enclaustramiento y a sentir como el frío le vigorizaba poco a poco, con suavidad y ternura, tomándose su tiempo como una amante cariñosa y aplicada, primero los dedos de los pies, luego el cuello y la espalda, luego llegarían sus brazos y manos, hasta que finalmente, todo su cuerpo entrara en calor por sí solo, la sangre circulara con más fuerza por su cara exultante y nada pudiera compararse a estar vivo en ese momento.
Parecía increíble que solo hace unos momentos contemplara desde la biblioteca de la sala norte el aguacero, con las corrientes de aire tratando de apagar las velas de los candelabros y las lámparas colgantes, así como de cerrarle las páginas abiertas de los libros; con la lluvia asolando los cristales, goteando desbocada y llegando al suelo con más fuerza gracias a que se impulsaba con más fuerza desde las gárgolas y los pináculos, mientras que los truenos aguardaban en la retaguardia por si el ejército enemigo se desbandaba y pretendía retirarse. Ahora esos mismos cristales permanecían junto al resto del pétreo edificio, serenos en mitad del páramo, a menos de un par de kilómetros. El liceo número cuatro, la medusa y el susurro, había soportado tormentas peores desde que los catedráticos superiores lo construyeron hace miles de años y colmado de libros y documentos con el fin de que, junto a los otros seis liceos pudieran descubrir el secreto oculto. En la distancia, si forzaba un poco la vista podía divisar, o al menos era su sugestión, el número cinco, pero tampoco le dio mayor importancia ya que todos los estudiantes de todos los liceos tenían prohibido acercarse tan siquiera a unos metros de los otros. Para descubrir el gran secreto oculto había que empezar por los secretos menores e intermedios y éstos secretos debían ser aislados hasta que los catedráticos supieran darles forma y analizarlos en conjunto, de no procederse así, los pequeños secretos podrían hablar entre ellos y alertar al supremo, dándoles así esquinazo durante otros miles de años. Había que ser muy cuidadoso con lo que se descubría y con quién se compartía. El conocimiento era un poder más peligroso que cualquier hechizo de nigromancia de décima magnitud. La separación podía llegar a generar enemistades y ese era otro motivo de que se prefiriera que hubiera contacto entre estudiantes.
La lluvia y el frío siempre le animaban, más que la temporada estival, en el que el calor hacía imposible cualquier pensamiento racional, enlentecía todo procesamiento y hacía hasta difícil el traslado de los gruesos cartapacios y grimorios de las estanterías más altas hasta las mesas lisas y amplias que surgían por todos lados de las bibliotecas. No podía soportar el calor.
Sin embargo el frío había renovado su espíritu y le había hecho replantearse que era uno de los elegidos, puesto que los integrantes del ministerio del futuro, juntando conocimientos genéticos y predictivos le habían seleccionado siendo un embrión, educado con los mejores tutores una vez podía hablar y leer y enviado una vez fue digno de ello a este licep, la medusa y el susurro, por ser el que mejor se correspondía con sus inclinaciones y preferencias. Realmente sabía poco de cómo debía ser la vida de los no estudiosos, seguramente alguien debía trabajar fabricando todos los utensilios de los que disponían, y alguien debía cosechar o preparar los alimentos que les llegaban cada cierto tiempo, junto con los examinadores y que reposaban en las cámaras de frío natural de los sótanos de mármol frío y abovedados. Pero él y sus compañeros eran guerreros, al igual que la rama del ejército que combatía a los enemigos de su pueblo, ellos combatían la ignorancia con plumas, tinteros y libros y sacaban a los secretos de sus pútridos y oscuros escondrijos para prenderlos, por separado siempre, en las hogueras de la razón y el entendimiento.
Pronto, a última hora de la tarde y antes de la cena, habría un seminario y debía defender unos puntos que no terminaba de entender muy bien, pero seguramente sus compañeros tampoco y, además, el se había revitalizado con el frío en lugar de con la glucosa del chocolate que estarían sorbiendo en estos momentos. No le preocupaba la exposición, preferiría no quedar mal delante de nadie, sobre todo de ella, pero tampoco era como si los examinadores le miraran con sus ojos cibernéticos en busca de alteraciones en su aura que denotara que se estaba inventando lo expuesto sobre la marcha. No podían saberlo todo de todo, pero sí que podían saber cuándo uno no sabía.