domingo, 5 de abril de 2020

¡VIVA LA QUINCE BRIGADA!


  Hace menos de diez minutos que has dejado de respirar. Y tan solo once desde que dejaste de sonreír. Estabas más atenta de rebajar mi preocupación que de los agujeros de hiperláser que te habían atravesado el pecho y por los que todo lo que habías sido y lo que llegarías a ser se estaba marchando sin ni siquiera sentir la necesidad de mirar una sola vez hacia atrás.
“¡Adelante!” era la única orden que los suboficiales fueron capaces de construir, una vez que ese pulso electromagnético orbital convirtió  todas las telecomunicaciones en algo que, en nuestro tiempo relativo, ya nos parecía una práctica ancestral y olvidada, algo que hacían los shamanes en los tiempos más pretéritos sin repercusión alguna en nuestro presente. “¡Adelante, tomad la colina!”. Era una orden sencilla, fruto de la idea de  que así cualquiera, aunque careciera de un mínimo de formación militar, podría entenderla de inmediato. Ese fue siempre el problema en esta guerra, que los ideales elevados, las buenas intenciones, las consignas y las fervorosas canciones revolucionarias se estrellaron irremediablemente contra el muro de la formación militar más elemental y la superioridad técnica.  Las Brigadas Interplanetarias, aquellas que se unieron soñando con cruzar en fraternidad el Sistema Solar y con que salvarían a Marte de la opresión ultraliberalista, carecíamos por completo de ambas.

¡Hasta los litiolivos están sangrando!” Oí decir a alguien a mis espaldas entre el monzón de láseres que se había desencadenado, la cornucopia de ocres piedras marcianas reventadas, los incesantes gritos agónicos y la sangre hirviendo al cauterizarse nada más salir pulverizada de las aberturas de los cuerpos que las viejas armaduras enviadas por  la comuna anarco-sindicalista de Plutón, reliquias de su revolución, no podían evitar.
La Quince brigada estaba siendo dispersada a lo largo de toda la cuenca Argyre por un enemigo que sabía muy bien lo que hacía. Previamente los bombarderos de la Legión Roc procedentes del tercer Imperio de Saturno habían arrasado con los asentamientos civiles de colonos que tendrían que proporcionarnos combustible y avituallamiento. Más adelante las posiciones estratégicas en lo alto de las colinas fueron tomadas con eficiencia impecable, mientras que las asambleas libres en nuestro bando se dedicaban a discutir sobre la manera más justa de colectivizar las granjas hidropónicas que se iban a liberar a buen seguro. Y ahora, los disparos efectuados desde las posiciones aventajadas estaban causando el número máximo de bajas previstas.  Cuando nos alistamos en las brigadas no estábamos pensando en que podría llegar a ocurrir esto.

Aunque seguro que no se te escapaba que si había un motivo para que yo me alistara, ese eras solamente tú. Primero comencé acompañándote a esas reuniones clandestinas que se celebraban de madrugada en los garitos de realidad virtual de código libre, donde se leían fragmentos de libros editados de nuevo en papel, con la tinta todavía fresca de las imprentas asociacionistas neokraussianas. Se leían en voz alta con sentimiento para nada fingido, se asentía casi con total unanimidad a cada párrafo, se aplaudía en los fragmentos más impactantes y al finalizar, los folletos con los extractos de esos fragmentos se repartían para que de ese modo la fuerza de los memes que se estaban engordando allí con el pienso consistente del intelecto y adecentando con los elaborados perfumes de la ilusión no decayesen. No  nos quedamos en eso, como otros muchos activistas de salón y de fin de semana, nosotros fuimos escalando por la ladera de mayor escarpe la montaña revolucionaria y asistiendo así más tarde a las asambleas selectas, donde los representantes de los neosoviets de las comunas de cada planeta nos hablaban de cómo sería la vida en un Sistema Solar hermanado y libre. Casi sin darnos cuenta saltamos a las escasas y poco eficaces semanas de instrucción en los campamentos anarquistas del cinturón de asteroides de Kuiper y, finalmente, como en un cambio de plano de las películas antiguas que fuera un prodigio de síntesis,  firmamos de manera definitiva nuestro compromiso con las ilusionadas Brigadas Interplanetarias.

Cuando nos embarcamos en nuestra nave de transporte, La Buenaventura Durruti,  viniésemos de donde viniésemos estábamos todos unidos. Y procedíamos de todo el Sistema, de las utopías postfeministas de las lunas de Júpiter, también desde los tecnofalansterios neptunianos, de las minas calvinocatólicas de carbodendrita excavadas en Mercurio y hasta de los ranchos nómadas de holodelfines guía de las tormentosas nubes de Venus. Entre todos nosotros podían contarse prácticamente todas las profesiones y aficiones imaginables, a nuestro lado, enganchados con correas de sujeción a la pared y sentados en el mismo banco teníamos a proletarios virtuales de los cubículos de farmeo para los juegos en línea con más usuarios, xenoarqueólogos dispuestos a ver en las antiguas ruinas marcianas restos que demostraran la existencia de sociedades colectivizadas pre-humanas, había periodistas y blogeros de la temática que quisieras pedir,  nos acompañaban también psicólogos de inteligencias artificiales, recolectores de caucho lunar,  politólogos expertos en la burocracia interna de todos y cada uno de los partidos galácticos, estudiantes universitarios miembros de todo tipo de asociaciones…  Éramos jóvenes cuyos ideales nos impulsaban de manera incesante como el viento solar, post-adolescentes para los que la guerra hasta el momento no había sido otra cosa que un juego en red con el que pasar horas y horas de tu vida mientras se engullían litros de bebidas energéticas que la acortarían considerablemente. Era la causa lo que nos unía. Causa con mayúsculas. Esa causa que en nuestra ilusión compartida brillaba pura, como las promesas de los amantes cuando tras hacer el amor se abrazan mientras los sudores de ambos cuerpos se enfrían al unísono o las de los comerciales de las megacorporaciones tratando de vender hiperacciones a un mercado bursátil que va camino de su quinta recesión semanal. Todo iba a salir bien porque tenía que salir bien. Nos lo habíamos prometido a nosotros mismos.

Pero la causa no protege a nadie de bombardeos, no te ofrece cobertura frente a hiperláseres o te sirve de gran cosa ante la falta del material bélico que hubiera sido necesario hasta para unas maniobras de fin de semana. Nuestros fusiles láseres antiguos fallaban en su calibración y cuando se calentaban, tras unos pocos disparos, emitían un fulgor naranja a través de su rendija de ventilación que podía divisarse hasta desde lo alto del Mons Olympus. Nuestros “naranjeros” eran unas armas que hubieran desechado por inútiles hasta los piratas de la chatarra más ruines. Pero no teníamos otras y pensábamos que si la causa era justa el universo conspiraría para que la consiguiéramos.  No, lo pensábamos de verdad. Éramos idiotas.
No es que yo no creyera en la causa, cierto es que no se me hinchaba el pecho cuando oía a los vocales del ateneo dar los discursos y esas arengas tan ensayadas en su lirismo y plagiadas todas de Shakespeare; tampoco era que sintiera como las lágrimas se me agarraban con uñas y dientes a los lacrimales luchando por no caer cuando se cantaban los himnos revolucionarios, como sí veía que ocurría a nuestro alrededor. Pero a pesar de todo sí que la consideraba una causa justa. Marte había sido la cuna de la libertad, el primer planeta del Sistema Solar terraformado, y el proceso fue tan duro que todo lo que había allí tenía que ser por necesidad de todos. Decían que el trigo marciano era todavía trigo y que allí todo hombre tenía una mano para cuando la necesitaras. Que hace unos años la privatización hubiera terminado con todas las granjas colectivas y las comunas de artistas ya era algo malo. Que un contingente militar marciano hubiera tomado el planeta en nombre del gobierno corporativo solar porque las elecciones no cumplían con sus requisitos de sufragio censitario había sido el desencadenante final. ¡Claro que la causa era justa! Los militares no iban a llegar a la capital San Ray, las brigadas voluntarias y la milicia civil de Marte no les iban a dejar pasar.

Aunque no es menos cierto que hubiera creído en cualquier causa que tú hubieras defendido. Solo quería estar contigo, poder paladear el suave manjar lleno de matices de tu compañía, saber que podía estar atendiendo a cualquier otro estímulo y que al girar la cabeza seguirías ahí, lo más brillante y hermoso que existiría en unidades astronómicas de distancia. Soñaba con poder estar horas seguidas junto a ti hablando de cualquier cosa y viendo esa sonrisa que dejó de existir hace menos de un cuarto de hora. Esa sonrisa que me levantaba de un tirón cada vez que la vida en las brigadas era más complicada de lo que imaginábamos. Literalmente hubiera muerto sin ti y sin esa sonrisa. Y seguramente lo haga. Ya no tengo esperanzas en poder pasar una rotación marciana más.
Decir que me gustaría que estuvieras aquí no hace justicia a lo que siento. Sería como llamar trozo de piedra a un diamante o decir que en el big bang se generó un poquito de energía. Si ahora estuvieras aquí no estaría llorando parapetado tras los cadáveres de unos flamencos rosas de granja, seguramente ya le hubieras dado una colleja al comisario y te hubieras encargado de organizar una retirada ordenada para después, en el campamento, brindar con todos a los que habrías salvado la vida en esa jornada y así se hubiese vuelto a inflamar la llama de la causa en todos nosotros. Tal vez no hubieras salvado a Marte tú sola, pero seguramente a mí sí.

Pero ahora serás tan solo un sedimento más del planeta rojo, un nutriente añadido de unos litiolivos que ojala alguna vez dejen de sangrar. Tu recuerdo terminará siendo un nombre agregado a una lista de caídos que se cantará durante décadas cuando el alcohol y la nostalgia tomen los mandos de los viejos guerrilleros demasiado cansados para pilotar ellos solos su cabeza por esa noche, pero que quedará reducido al final a un simple efecto fonético que tiene que encajarse en una estrofa. La canción no dirá nada de la manera tan encantadora que tenías de morderte una uña mientras estabas pensando, o la cara de fastidio que ponías, como si tus ojos intentaran huir abochornados, delante de aquel que osara decir una tontería; tampoco mencionaría el maravilloso sonido de tu risa o como un olor tan simple como el linimento para el dolor de rodilla, olía distinto en ti. ¿Ves? Si estuvieras aquí ya me habrías levantado y no me hubieras dejado hundirme en este mar helado del dolor de tu ausencia.

Adelante, hay que seguir para tomar la colina. ¡Viva la quince brigada!”. Me parece que alguien ha dicho, me levanto sin pensarlo entre plumas rosas manchadas de sangre, ya no me importa la causa, ni la liberación de Marte, ni nada. Solo sé que soy quien tiene que almacenar tu recuerdo y voy a hacer todo lo posible para vivir ya que llevo en mi cabeza lo más valioso del Universo, la carga más preciada que nunca ha existido, más que cualquier ideal o doctrina igualitaria, te llevo a ti y depende de mí que eso no se pierda. Pero ojala estuvieras aquí conmigo.

lunes, 11 de agosto de 2014

Espartero exterminador de monstruos. Capítulo 10.

Pues por fin, tras casi seis meses de inactividad vuelve Espartero, a ver si para la próxima no tarda tanto.



CAPÍTULO 10: LOBOS TRAS LAS PUERTAS.

 Hay tres tipos de personas que te pueden tocar en suerte durante un asedio. Primero están los mejores de todos, el sueño de cualquier asediado, los que se esconden detrás de cualquier objeto que tenga un tamaño capaz de cobijar a un ratón, por lo que no están disponibles durante la mayor parte del tiempo. Tal comportamiento es enormemente de agradecer dadas las circunstancias tan propensas a los roces a la mínima ocasión. Si tienes en tu grupo a muchos de ellos durante la defensa del sitio, resulta un espectáculo asombroso, y hasta casi inverosímil, el verlos salir de todas partes cuando ya no queda más remedio, prácticamente al final del asedio cuando ya toda la suerte está echada para bien o para mal. Y aunque resulten poco apreciados por la mayoría de los oficiales yo jamás he podido tener ni una queja para con ellos puesto que no molestan ni un ápice. Los que presentan un meritorio segundo puesto son aquellos que permanecen en todo momento a tu lado durante la tensa espera, no se inmutan ante las nubes de tormenta que empiezan a formarse en lontananza y que descargarán en breve toda su furia. No se alejan ni medio paso del baldosín en el que parecen haberse plantado,  contemplan hieráticos el terreno, pero lo hacen con la mirada perdida, fija más allá de las defensas, pasmados y quietos como una prostituta aburrida durante el servicio, sin que les oigas, no ya una palabra ligeramente alta, es que ni siquiera respirar se les siente. Si no vas a tener de los primeros entre los tuyos, reza para que al menos sean de estos otros. A veces ponen un poco de los nervios, ya que no sabes si se han dormido, se han muerto del susto o eran maniquíes desde el principio y has sido tú quién ha perdido la chaveta y estás entonces más pendiente de ver si respiran o se mueven que de la defensa, pero hay que reconocerles que molestar, tampoco molestan. Por último están a quienes los nervios y la tensión del momento les superan y les hacen cotorrear sin pausa, encadenando de corrido unas frases con otras que vuelan en círculos sobre las mismas historias una y otra vez, aunque sigan resultando incomprensibles para el oyente a pesar de haberlas escuchado ya una docena de veces en los últimos minutos. 
Pues a pesar de estar bien catalogados estos tres grupos, la inmensa mayoría de las veces, a tu vera tendrás a los del tercer tipo. “La ley de Murci” lo llamábamos, en honor de un soldado murciano que nos acompañó en Ayacucho y que fue quien concretó el axioma.

-          … Otra vez, los mozos del pueblo nos apostamos a que éramos capaces de pasar la noche de difuntos en el molino abandonado. Decían que estaba embrujado porque el molinero mató allí a su mujer al encontrársela jodiendo con un arriero que venía para la feria. Al arriero también le apioló, claro. Se contaba incluso que algunas noches se oían como arañazos en el techo y que si mirabas hacia arriba podías ver cómo aparecían unas marcas en las vigas de madera que eran producidas por los cuernos del fantasma del molinero y que en ese preciso momento el espíritu del arriero se aparecería en tu casa y se zumbaría a tu mujer… El caso es que esa noche, dispusimos unas botas de vino y unos zarajos…
-          Un segundo tan solo.- Levanto la mano con firmeza y escudriño el horizonte sin otro propósito que disfrutar de unos instantes de silencio. Si no fueran a asediarnos unos loup-garou esta noche y necesitáramos a todos los hombre disponibles el capitán estaría ya atado y amordazado en el sótano más profundo del villorrio, con un número de patadas en el cuerpo que sin llegar al centenar, no sería en ningún caso inferior a la docena.

 La plaza de esta aldea estaba rodeada por los muebles más resistentes y grandes que pudimos apandar, apuntalados por las reservas de leña de los aldeanos. Las vetustas mesillas de noche que relucían gracias a la pátina de revestimiento que les proporcionaba la cera de incontables velones de sebo, los armarios que cobijaron tanto trajes de domingo como amantes desde los tiempos del primer Borbón, viejas camas en las que nacieron, jodieron y murieron generaciones de labriegos… se amontonaban junto a tocones, ramas de almendros todavía con brotes, viejos leños rugosos y teas de madera joven que ya no verían nunca el fuego de cocina de unas patatas guisadas en el campo. La impresión general era la de una presa de río construida por unos castores retrasados y muy aficionados al orujo, pero no teníamos tiempo para nada más bonito y si la construcción resultaba inestable tampoco sería una tragedia si se les caía encima a quienes pretendieran asaltarla. Además, que la barrera se erguía sus buenos dos metros para el poco tiempo del que habíamos dispuesto y como ingeniero del ejército que había sido estaba ciertamente orgulloso del resultado. Pero esa era tan solo la primera e inanimada línea de defensa, el grueso de la tropa, los que al fin y al cabo nos liaríamos a tiros, nos dividíamos entre los tejados de los edificios de mayor altura y en la cima de la torre de la pequeña iglesia del pueblo, cuyo techo se debería haber derrumbado no mucho después de Guadalete. La inmensa mayoría de los aldeanos ya habían huido de la guerra hacía semanas, pero los que no lo habían hecho, que no serían más de cinco o seis tozudos ancianos de ambos sexos y el tonto del pueblo, habían sacado al centro de la plaza unas tablas y unos barriles para improvisar unas mesas sobre las que ahora jugaban al dominó. Unos farolillos tan sucios que parecían haber sido engullidos y vomitados de puro asco por una cabra en la última feria colgaban encima de la timba y daban a la estampa un aire de lo más estrafalario.

-          … Otra vez, los mozos del pueblo, otros, no los mismos del molino, quisimos comprobar si era verdad que en un claro del bosque las brujas iban allí por las noches a bailar desnudas y a cometer actos contra natura.
-          ¿Y los visteis? ¿Los actos contra natura, me refiero?- Entró al trapo uno de los soldados quien aferraba con fuerza el fusil, seguramente como consecuencia de las imágenes que se formaban en su cabeza y su propia versión de lo que significaba “contra natura”. Suele ser este un concepto muy amplio cuyos límites oscilan entre un beso en la frente a tu prometida sin estar casados, a diversiones que hubieran hecho sentirse sucios a los más pervertidos de Sodoma. En este caso, a tenor de la fuerza con la que sus dedos se cerraban en el arma parecían  estar dichas imágenes más cercanas al límite superior.
-          La verdad es que nos perdimos dando vueltas por el bosque, obra de los hechizos de las brujas, sin duda. Acabamos finalmente en un burdel regentado por una prusiana que…
-          Un segundo tan solo.- Vuelvo a repetir el truco que me ha dado resultado las últimas quince veces y continúo oteando el horizonte en el breve silencio que resulta, me lo bebo como el primer trago de alcohol de quien acaba de salir del penal y lo disfruto por poco que vaya a durar.
-          General….- El joven soldado de la abuela sabia rompe el silencio. No digo nada porque si no lo hubiera roto otra vez el capitán contándonos la enésima versión de una anécdota terrorífica más protagonizada por los mozos de su pueblo, que debería ser estudiado como auténtico milagro evolutivo por el ateo de Darwin.
-          Dime.- Contesto con rapidez para que sea casi imposible que nadie pueda interceptar el diálogo y seguir contando chorradas.
-          Sigo pensando en todo lo que me contaba mi abuela. Lo de las pieles y la sal, pero también de otras muchas cosas. Cuentos, o al menos yo creía que eran cuentos, sobre…- Parece vacilar un poco y no parece capaz de continuar. Decido ayudarle:
-          Puedes decir la palabra, no te preocupes. Todos hemos visto como han quedado nuestros compañeros en el campamento, el ataque de esos lobos gigantescos y las pieles en la nieve. Todos estamos pensando en lo mismo y todos sabemos ya, o deberíamos saber, qué no se trata solo de cuentos. Hombres lobo. Entre nosotros podemos hablar con tranquilidad, teniendo en cuenta, claro, que a la vuelta a la vida civil no podemos decir ni mus a nadie.
-          ¿Cómo podemos reconocerles en su forma humana? - Termina con bastante frialdad, hay que reconocerlo.
-          ¿Decía algo tu abuela sobre el tema?
-          Ella y sus comadres comentaban muchas cosas, pero no creo que fuera cierta ninguna porque hablaban de multitud de cosas, tales como tener el pelo naranja o que sobresalga por las orejas, los dedos índice y anular del mismo tamaño, las cejas unidas y muy pobladas, vestir con pieles de animales en cuaresma…
-          Vamos, que en la práctica casi cualquier aldeano podría tener una o dos de esas señales, ¿verdad?
-          Esa era mi duda. Yo, de crío en el pueblo, no hacía más que pensar que todos podrían ser licántropos.
-          Me temo que no hay nada tan sencillo como esperar a ver si dos aldeanos se huelen el culo para saludarse como hacen los lobos.- Digo distendido, pero la broma parece haber caído en un pozo vacío y profundo porque las sonrisas que deberían haber aparecido de inmediato suenan muy tarde.

El viento cambia de pronto y trae un olor penetrante, similar a otros muchos, como cuero sin curtir, almizcle salvaje, sudor animal, pelo mojado… Y a rabia. Si la rabia y el odio que las criaturas vivientes sienten hacia otras pudieran presentarse como un olor, éste sería justamente lo que nos acercaba el viento helado.
-          ¡Pero cómo se te ocurre cerrar ahora sabiendo que estaba yendo yo a seises! ¡El pito doble no se tira nunca, aborciao!- Brama uno de los ancianos, acompañando sus gritos con el sonido más enervante que conoce la especie humana, los golpes repetitivos de las fichas de dominó encima de la mesa, que en este momento me suenan como dientes cerrándose sobre un miembro y partiendo un hueso con un chasquido.
-          ¡Aborciau, aborciau!- Repite el tonto del pueblo mientras ríe y aplaude, alargando la última “u” de una manera lastimera que asemeja a un aullido.- ¡Aborciauuu, aborciauuu!
Pero no tiene que sostener la nota mucho, porque lo que parece una gran cantidad de aullidos de lobo ayudan a elevarla haciendo que no haya otro sonido que pueda oírse en leguas alrededor de esta villa y del bosque circundante.
-          Vamos a necesitar una barrera más grande.- Apenas acierto a mascullar entre los aullidos y la visión terrible de lo que se acerca a la plaza.

No puedo asegurar el número porque galopan con una velocidad diabólica mientras se van cruzando entre ellos para dificultar los disparos, pero parecen casi una decena de lobos enormes, con el pelo tan erizado que aparentan doblar el tamaño. Bocanadas de vaho son expulsadas de sus fauces como el vapor saliente de las calderas de Pedro Botero, mientras van dejando sus huellas en la nieve en su cabalgada hacia la barrera que ahora se me antoja un juego infantil con cubitos de madera.
-          Ante todo tranquilidad.- Me hago oír entre el estruendo de gruñidos y entre los viejos del dominó que, pese a todo, siguen discutiendo por cómo han cerrado la partida sus compañeros.- No disparéis a lo loco que no os dará tiempo a recargar. Apuntad y tirar solo cuando estéis seguros. Todos hemos puesto la cera de cirio Pascual en la culata del rifle, aunque la bala les roce estarán muertos.- No sé si será del todo cierto ese remedio, pero en este pueblo no quedaba nada de plata y no había lugar para fundirla aunque hubiéramos dado con algún cubierto olvidado, así que tendrá que valer.

 El capitán aguanta la presión mejor de lo que habría esperado y de un certero disparo detiene en seco a uno de los lobos antes de que llegue a saltar la barricada, su cuerpo queda extendido en el suelo y enseguida se cubre por la sangre como una enorme isla en un mar de sangre. El joven de la abuela sabia se parapeta de una manera muy hábil y se apoya para apuntar, por lo que no debería fallar el tiro. El resto de soldados, desde sus posiciones, hacen sonar sus fusiles, no todos con acierto, pero el porcentaje no es malo, lo que permite que no tenga que apresurarme. Yo aguardo mi tiro, una voz en mi cabeza me dice que aguante, que no dispare aún. Solo los locos hacen caso a las voces de su cabeza, pero como los locos no saben que están locos no tienen motivos para no hacer caso. A mí esta voz me ha salvado más de una vez, evitando frases que iba a responder a mis superiores y se detuvieron en seco casi, casi detrás de los incisivos; De bellas jóvenes casaderas de las que tras divisar un brillo extraño en los ojos se formaron las palabras “huye y no mires atrás” en mi cabeza; Con la elección del sendero correcto en una bifurcación de caminos… Ahora me decían: “Guarda una bala. Hagas lo que hagas no dispares y no dejes la recámara vacía por nada del mundo”. Decidí hacerle caso. 

 Los disparos sonaban de forma desacompasada, pero según martilleaban, los aullidos y gruñidos cedían su espacio a las detonaciones. No todos me estaban haciendo caso y cuidaban con esmero los disparos, pero sí que parecían dar en el blanco la mayoría de las veces. Cierto es que dado el tamaño del los lobos, el siguiente blanco más fácil era solo acertar a la nevada que rodeaba el pueblo, pero no era momento de quitar méritos a nadie, sobre todo cuando exclusivamente un lobo fue capaz de saltar la barrera y de un segundo salto llegar a la torre desmochada donde estábamos. Un golpe propinado por mi rifle en el hocico hizo que girara la cabeza y el capitán le disparó entre los ojos. El resto de los lobos no llegaron a sobrepasarla y yacían desparramados en lo que una vez fue nieve y ahora era un barro ensangrentado y humeante. Había pasado todo muy rápido y sin sufrir bajas. Pero algo no iba bien.

-          Perfecto. Un trabajo excelente y siento auténtico orgullo de todos vosotros.- Les animo antes de seguir con las malas noticias.- Pero aún no ha acabado todo, hay que quemar los cuerpos. Me da lo mismo que echéis éste de aquí allí abajo o que paséis a la plaza esos otros, si preferís estar tras la barricada,  pero no podemos perder mucho tiempo.
 Ante el esfuerzo de pasar varios cuerpos de lobos gigantes por encima de la barrera el joven de la abuela versada en estos temas propinó una patada al lobo muerto que cayó de la torre,  rodó por encima de un mueble para los zapatos y aterrizó desmadejado al lado de sus compañeros de manada. Varios soldados bajaron al otro lado, visiblemente más tranquilos y comenzaron a bromear mientras otros les lanzaban los muebles menos pesados y los troncos más resecos para encender la hoguera que acabara definitivamente con los licántropos. ¿Qué es lo que podía ir mal?
-          Nueve… ¡Y diez! - Los abuelos del pueblo, haciendo caso omiso a todo lo que acontecía a su alrededor, cosa por otro lado muy propia de su edad, seguían contando los puntos de la partida de dominó.
 Y recordé entonces una máxima del cuerpo de ingenieros del ejército, empleada siempre que la presión parecía rodearnos y nos enfangábamos en el error una y otra vez cuando calculábamos los pesos de los puentes: “Si todo va mal, siempre puedes contar con contar”. Me dediqué por tanto a contar lobos. Nueve lobos. Nueve es menos que diez. Diez pieles en la nieve, solo nueve lobos. La cuenta está hecha y es incontestable. 

 Me agacho a tiempo de ver como una mano terminada en una garra afilada rasga el aire encima de cabeza haciéndolo sonar casi como a una guitarra, no llega ni a rozarme, pero el brusco movimiento hace que suelte el fusil. Detrás de la garra viene una figura enorme, bípeda y solo peluda en parte, con rasgos de lobo y de humano, no obstante en los cuales aún se pueden reconocer sus facciones.
-          Lo siento, pero no puedo dejar que queméis los cuerpos. Hasta ahora ha sido divertido, pero ya ha sido suficiente entretenimiento.- El hombre lobo que a saber si era verdad que tenía una abuela sabia se erguía delante de mí y parecía crecer por momentos, tanto que desde mi posición sus hombros al ensancharse tapan la luna llena en el horizonte.
-          Así que de abuela sabia nada, ¿verdad? - Pregunto para distraerle mientras trato de agarrar mi arma caída.
-          La mía desde luego no era, pero me he comido a muchas abuelas y alguna de ellas podía haberle contado eso a su nieto. Así que casi como si lo fuera.- Me dice mientras pisa el fusil con un pie y con el brazo alcanza al otro soldado que quedaba aquí arriba y lo lanzó más allá de la torre como un niño que lanza a lo lejos un gorrión herido en un ala para que vuele.
-          ¿Llevas mucho entre nosotros? - Trato de seguir hablando para ganar tiempo. Parece ser una criatura a la que le gusta jugar con la comida, así que espero siga hablando y deleitándose con el futuro sabor de la carne de general isabelino.
-          Bastante, no desde que salisteis de Madrid, pero casi. Me lo he pasado bien oculto y me ha divertido ver vuestra ignorancia sobre nosotros, pero todo termina al final, menos el aullido eterno de la manada en la noche.
-          ¿Y la décima piel? Porque en el claro había diez pieles y tú estabas ya con nosotros.
-          Era la piel de uno de vuestros soldados, supuse que no íbais a poner a contar todos los pedacitos de los muertos y quise despistaros un rato. Por cierto, que lo de la sal les habrá jodido bastante. La bala disparada con el fusil con cera Pascual en la culata también duele, gracias. Pero no mata. Algunos querrán hacértelo pagar, así que haremos contigo como el chiste de la familia de granjeros que tenían mucho cariño por su cerdo, te comeremos poco a poco.
-          Ya me dice la gente que mucho rato conmigo empalaga, sí, mejor que no sea todo de golpe u os sentaré mal.- No me deja casi terminar, coge el rifle y lo despedaza de un movimiento.
-          Bien. Te parto las dos piernas, bajo allí, me cargo a tus hombres y luego vuelvo y jugamos otra vez con sal y con pieles. Con las tuyas esta vez.
 No termina la frase él tampoco porque la barrera del otro lado de la plaza estalla en mil pedazos propiciando una lluvia de astillas y de polvo. Cuando se posa el polvo una escultura gigantesca de un hombre con rizos hecha de barro gris poco cocido avanza con pasos decididos y largos hacia la torre. Detrás de él un anciano con unas raídas ropas negras y un birrete se sopla las manos antes de escribir algo en un pequeño pedacito de papel. La escultura se agacha y el vejete se la introduce en una ranura de la cabeza.
-          ¡Ashevero!, veo que has traído al final a tu golem. Pero has tardado mucho, no sé si te pagaré todo lo que te dije o será algo menos.- Río mientras veo como la cara de furia del Loup-Garou impide que se percate de que cojo mi rifle. El hombre lobo salta hacia el nuevo enemigo, el golem avanza. Yo disparo y vuelvo a reírme.- ¡Jodido judío! ¡Seguro que has tardado tanto porque has esperado hasta encontrar el carruaje más barato que te llevara el norte!- Bromeo, la verdad es que nunca me he alegrado tanto de ver aparecer a alguien. Pero faltar a quien te salva la vida es algo de lo más gratificante. Deberíais probarlo.

miércoles, 12 de febrero de 2014

Espartero exterminador de monstruos. Capítulo 9.

Pues nada, vamos con el noveno capítulo de Espartero. En éste me he atascado un poco y no me convence del todo el cierre, pero es que o lo medio terminaba o me quedaba sin seguir adelante. A ver qué os va pareciendo.



CAPÍTULO 9: EL HOMBRE DE NEGRO.
Las tres brujas, anciana, madre y niña, realizan para mis ojos el espectáculo exacto que cualquiera hubiera esperado y temido. Actúan exclusivamente para complacer a su audiencia y por lo tanto no escatiman en ningún tópico, ni reparan en efectismos. Todo aquello que uno hubiera creído conocer sobre las brujas ahí aparecía. Así como cada pequeño elemento que la imaginación hubiera ido conjurando a lo largo de los años, tras la escucha de cientos de sermones airados, de vívidos cotilleos susurrados por viejas vecinas en torno a un brasero, las terribles imágenes fruto de noches enteras sin dormir por culpa haber oído macabros cuentos infantiles donde los niños se asaban vivos en hornos de leña y a las doncellas les era arrancado su corazón... Todo eso subyace en la escena reproducida delante de mío, con la eficiencia que proporciona la repetición. La misma esencia de la brujería flota ante mis ojos y toma forma mientras tres mujeres desnudas, con su piel cubierta de barro y sus cabezas coronadas por diademas de laurel, remueven con un fémur humano el humeante brebaje de un abollado caldero que burbujea encima de una hoguera, cuyas llamas juegan a alargar las sombras proyectadas en la pared del abrigo rocoso que hacía lo que podía para guarecernos de la nieve.  Las sombras y las mujeres parecían moverse sin embargo de manera independiente, a veces repetían el movimiento algo más tarde, otras lo anticipaban y, en el peor de los casos, realizaban acciones sin nada en común. Seguramente los vapores que emanaban del caldero tenían mucho que ver.
-          Esto es solo una pequeña muestra de nuestro poder para que sirva de demostración, no es un aquelarre, los hombres no pueden participar en un aquelarre -. Musita la madre a la par que con su dedo dibuja espirales en el barro que cubre uno de sus pechos.
-          Podrías, pero para eso deberíamos castrarte antes. ¡CHAS! -. Grita la anciana de repente mientras con sus ensarmentados dedos índice y anular reproducía unas tijeras.
-          Madre te castraría encantada -. Comentó la niña- Después de utilizarte para su disfrute, claro.
Cualquier pueblerino estaría aterrado y excitado a partes iguales, ese es el poder de las brujas, lograr que tus sentimientos y emociones se tropiecen entre ellas y mientras caes de bruces al suelo pueden hacer lo que quieran ante tus ojos sin que te des cuenta de ello.
-          Sin embargo los aquelarres los dirige muchas veces un hombre, ¿verdad? ¿No os visita el hombre de negro y os da su conformidad? -. Pregunto tratando de sonar ingenuo, pero no creo que lo haya conseguido.
-          No necesitamos su conformidad, ni su dirección. El hombre de negro viene cuando le llamamos, es él el que acude a nuestro ritual, no nosotras al suyo -. Apostilla la madre dejando que un atisbo de enfado se entrevea en su ceño fruncido. Decido ver si puedo hacer algo por aumentarlo para ser yo quien tenga el timón en el encuentro. Tanto en una discusión, como en la guerra si te enfadas pierdes.
-          ¿Y lo de besar el culo de un macho cabrío? ¿Tiene que ser un macho también, no vale con una cabra, es que son peores para los aquelarres?
-          La verdad es que nunca se nos ha ocurrido besarle nada a un macho cabrío -. Comenta muy calmada la niña, de una manera tal que por momentos ella parece la más anciana y sabia de las tres -. ¿Para qué íbamos a querer hacer eso?
-          Mi acompañante, el padre Fago, ese cura tan pesado que hemos dejado en el camino de abajo, el que va a todas partes cargado con su escopeta y unas cartucheras, diría que por pura maldad y devoción al maligno.
-          Señor Zumalacárregui…-. Me suspira la madre con aire de una amante defraudada usando tan solo un mohín y una caída conjunta de hombros y pestañas, pero lo hace de una manera tan sensual que si fuera otro me darían ganas de arrodillarme a sus pies y suplicar su perdón –. Pensaba que usted, entre todos los carlistas, sabía de lo que hablaba.
-          Y lo sé, pero si vosotras jugáis conmigo y me tomáis por un labriego ingenuo, ¡qué desconsiderado por mi parte sería no seguiros la actuación!
-          Y le estamos muy agradecidas – Tercia la cría –. Pero, ya que nos hemos tomado tantas molestias para nada… ¿Sería tan amable entonces de bajar y subir de nuevo con el padre o con cualquier otro de su ejército para atemorizar así al menos a alguien? Nos ha costado mucho subir hasta aquí el caldero y preparar el escenario para desaprovecharlo todo en un momento. La reputación lo es todo para brujas y generales.
-          Por supuesto, mis señoras, denlo por hecho –. Termino con una reverencia mientras tengo por seguro que lo que quieren es tiempo para hablar entre ellas porque las he pillado con el paso cambiado. No pasa nada, a mí también me vendrá bien la pausa.

Al dejar la hoguera en lo alto de la colina a mis espaldas y como esta noche es realmente oscura, me cuesta bastantes tropiezos descender por el camino hasta llegar el pequeño claro de olmos donde un reducido grupo de los míos me esperan. Como de costumbre, el padre Fago sigue hablando de estrategias militares peregrinas y de mandar al infierno a los descreídos, llorando vivamente por no tener balas suficientes para fusilar  todos los que se lo merecerían. Tal y como se desarrolla el monólogo, da la sensación de que ha estado hablando sin parar desde que subí yo solo al abrigo de las brujas hace más de una hora.
-          Mi señor – Saluda marcialmente el cura guerrillero – Les estaba contando a estos señores…
-          Lo sé, la lástima que es no disponer de suficientes balas habiendo tantos fusilables como hay en estos días. ¡Desperdicio de frontones, con todos los que hay por estas tierras!
-          ¿Lo ven? – Se gira hacia el grupo que suspiraba aliviado pensando en que mi respuesta le habría cortado. Ingenuos…-. Nuestro general me da la razón.
-          El caso es que nuestras amigas de las montañas quieren hablar con más gente antes de ofrecernos su ayuda -. Zanjo -. En el norte son mucho más afines a discutir las cosas en comunidad, lo prefieren con mucho a dejar que solo los líderes digan lo que quieran representando a todo el mundo. Padre, ¿Querrá acompañarme junto con dos de mis capitanes?
-          Por supuesto, mi general… Pero… Es que… -. Se trastabilla sin atreverse a continuar.
-          Prosiga, mi buen padre Fago. ¿Qué le ronda por la cabeza? -. Le pregunto amablemente mientras le rodeo con el brazo el cuello sabiendo que para él este gesto de camaradería entre ambos vale más que todas las riquezas del Vaticano.
-          Es que no sé la razón de aliarnos con las adoradoras del maligno, mi general. Estas brujas deberían arder en la hoguera como anticipo de las llamas del infierno que les espera.
-          ¡Para que adelantar acontecimientos entonces! ¡Ya tendrán tiempo de arder! -. Río palmeándole el hombro y desmontándole su hieratismo -. Ellas serán el enemigo justo después de que nuestro Rey Don Carlos se siente en el legítimo trono, descuide. Además, no nos valdremos de sus artes oscuras, eso jamás se me ocurriría, tan solo pretendemos que nuestra causa sea simpática por las zonas más agrestes del Norte. Solo con el mero hecho de haber venido aquí a tratar con ellas ya hemos hecho muchos amigos en cuanto se ha sabido, porque me he asegurado que haya corrido la noticia. Apóyese en su fe y nada tema.

Cuando subí por primera vez era una tarde luminosa, así que podía ver sin problemas, por eso al bajar, ya de noche, y al habérseme olvidado portar un farol, me golpeé repetidas veces los dedos de los pies con raíces y piedras. Ahora cada uno de los cuatro valientes, dos de mis capitanes, el padre y yo, llevamos nuestra fuente de luz individual y formamos pequeñas islas de luz, separadas por la oscuridad y los remolinos de nieve que tratan de separarnos y hacer que caigamos por la abrupta ladera de la colina. En una ocasión casi lo hago, y si no fuera porque conseguí agarrarme a una rama hubiera rodado barranco abajo. Tras el susto tratamos de que no se repita caminando algo más juntos y conversando, pero seguimos sin vernos y  nuestras voces aún suenan reverenciales y oprimidas bajo la bóveda del templo natural que forman las ramas de los árboles. Tengo que comprobarlo en cuanto la luz me lo permita, pero creo que he podido ir perdiendo cosas de los bolsillos por haberme enganchado en los arbustos y las zarzas de montaña o cuando apunto estuve de despeñarme.
-          Entonces ¿no es cierto que las brujas vuelen montadas en una escoba? -. Pregunta el padre Fago y, aunque no le distingo del todo en la penumbra, casi puedo adivinar como mira supersticiosamente a un lado y a otro, arriba y abajo antes de hacerlo.
-          ¿Para que iba a nadie a elegir un palo de escoba como un sitio en el que volar? Si al menos fuese una alfombra o un sofá…-. Contesto -. No, no vuelan en escoba. Lo que hacen con el palo de escoba es emplearlo para untarse en la piel bálsamos y ungüentos que hacen que experimenten extrañas sensaciones, de tal modo que sienten como si volaran, pero nada más.
Y continúa con la retahíla de  preguntas durante todo el trecho, pero según avanzamos y la hoguera comienza a brillar con más fuerza al hacerse más cercana, su voz va disminuyendo, hasta cesar del todo. Las tres brujas se recortan detrás del caldero y se mueven como si no estuviéramos o como si no les importara lo más mínimo nuestra presencia, como si su ritual fuera una riada de un río del norte y nosotros unos grillos sentados en unos juncos de la orilla, que seríamos arrastrados sin consideración y sin que las aguas notasen nuestra existencia.

Tardo bastante en darme cuenta de que mis acompañantes no es que se hayan quedado mudos por la emoción y que no se atrevan a moverse. Es que no se mueven. Nada. Se han quedado congelados, algunos a medio paso, con una pierna ligeramente levantada y el padre Fago tratando de girar hacia atrás la cabeza en un gesto de horror. En la pared del abrigo a las tres sombras de las brujas se ha sumado una más. La sombra de un hombre alto, una sombra más negra que las otras.
-          Bueno, está bien, como verá, no solo realizamos teatrillos, también tenemos poder -. Sentencia la madre -. Nos daba la sensación de que necesitaba una demostración. El nazareno prefería que los suyos se convencieran por la fe, pero a nosotros no nos importa mostrar nuestras capacidades. Usa lo que tienes, es el poder que te da la tierra.
-          No me cabía duda de que eran harto poderosas -. Digo mientras trato de mirar, con mucho cuidado detrás de mí para ver si consigo divisar un rastro del hombre que proyecta la sombra, aunque sé que no lo veré. -. Y una vez confirmado. ¿Hablamos de negocios?
-          La pregunta que nos ronda es ¿Por qué debemos aliarnos con los carlistas si son ellos nuestros principales enemigos? Apoyan la inquisición, la quema de brujas y la construcción de ermitas por toda la montaña. -. Pregunta inmediatamente.
-          Porque la triste realidad que ocurrirá si perdemos es que los cristinos os quitarán todo vuestro poder. Vuestra fuerza está en lo desconocido, en controlar a los aldeanos desde las sombras, en que seáis unas leyendas y unos relatos terroríficos, en que las jóvenes se pregunten cómo debe ser bailar desnudas alrededor de un fuego y los mozos se planteen tratar con mucho más respeto a una joven que se sabe suele visitar a su tía abuela en su cabaña de la montaña. El mal de ojo susurrado golpea con más fuerza que cualquier amenaza con un rifle.  Prohibidas sois algo a lo que temer y a lo que envidiar. Si no terminaríais siendo algo parecido a un club de costureras de ciudad de provincias -. Y procuro que tanto “ciudad” como “provincias” riñan entre ellas para ver qué término es más peyorativo.
-          Creo que nuestro querido Zumalacárregui nos ha dado un motivo más que aceptable para que le apoyemos. ¿No creen ustedes?, ¿madre?, ¿abuela? -. Pregunta la niña con una sonrisa de agrado. -. A mí me ha convencido.
-          No le falta razón.-. Asevera la abuela aunque mueve la cabeza de lado a lado como si no estuviese muy convencida.-. Aunque sigo pensando que ha venido a vernos de igual a igual y que desde luego no es un igual nuestro. Eso no es repstesuoso.
-          Desde luego.-. Afirma la madre, quien, por primera vez en el espectáculo, deja de estar en línea con las otras dos brujas y avanza hacia a mí con un brazo extendido, de tal manera que casi puedo oler su acre sudor debajo del barro y a sentir la fuerza y el poder que se desprende de entre sus ingles. No puedo evitar pensar en pecar repetida y salvajemente contra el noveno mandamiento- ¿No creéis que necesita un pequeño castigo? ¿Qué matemos, tal vez, a uno de los suyos para que le sirva de recuerdo y que así la próxima vez que nos pida algo sea más sumiso?
-          Debo disentir con firmeza. Ninguno de mis seis acompañantes será dañado esta noche. Eso no ocurrirá, lo lamento.
-          ¿Seis? -. Ríe la vieja golpeando el caldero con el puño como si fuera una mesa de taberna y hubiese escuchado un chiste verde especialmente jugoso.-. ¿Ya no os enseñan a contar en las escuelas de las ciudades? Sus acompañantes son tres, no seis.
-          Abuela…-. Tartamudea la niña. Se ha dado cuenta.
-          Sé contar. Y también se me da bien hacer teatro, de joven interpretaba autos sacramentales en la iglesia de mi pueblo. -. Digo mientras detrás de mí, tres grandes murciélagos se convierten en tres bellas y pálidas mujeres, las tres enviadas por el conde. Y han debido ensayarlo con él bastante a menudo porque el tempo es perfecto.
-          Bien jugado. – Reconoce la madre mientras retrocede y vuelve a situarse detrás del caldero.
-          Vuestra magia puede que funcione con mis amigas aquí presentes, pero seguramente que requiera la preparación que no habéis hecho. Por mi parte no ha pasado nada. Todo sigue igual, tenemos la alianza hecha y nos ayudaremos mutuamente en la guerra, sin rencores.-. Y contemplo, aliviado, como la sombra del hombre alto ha desaparecido. Ya solo quedan tres sombras en la pared y ahora sí parecen moverse al compás de los cuerpos que las proyectan.
-          Tenemos un pacto.- Dicen las tres al unísono, como si fuera una sola voz con tres tonos distintos.-. Retendremos a Espartero y su ejército. Y a cambio solo os pediremos un pequeño sacrificio llegado el momento.
-          Siempre que sea de alguien del otro bando, concedido.

Cuando parecía que la conversación se había retirado la anciana vuelve a hablar, mientras saca de debajo del caldero un tarro de cristal grande con un contenido muy  desagradable.
-          Hemos oído lo que decía de las escobas y los ungüentos. ¿Desea un poco del bálsamo para volar? ¿El de verdad?
-          No, gracias. Sé cómo se hace.
-          No tiene por qué ser grasa de un bebé, basta con la de un lechoncito.
-          En Segovia tienen que volar casi todos, entonces.- Digo retirándome, sin mirar atrás, mientras las amigas del Conde cubren mis flancos como si fueran la guardia pretoriana. 

Al finalizar la noche, en el campamento, les cuento como fueron hechizados para que no se movieran, pero que conseguí, no sin esfuerzo, que les devolvieran a su estado. Como han estado paralizados no han visto actuar a las tres vampiras que me mandó el Conde para ayudarme, ni han oído nada del acuerdo. Mucho mejor. Si no fuera porque tengo la sensación de haber perdido algo importante en la montaña diría que he tenido suerte. De todos modos tengo otra sensación que me ronda por la cabeza y es que últimamente el número tres parece perseguirme, tres brujas, tres enviadas del conde y tengo la sensación que hay otra triada que se me ha escapado…