jueves, 29 de septiembre de 2011

El último cigarrillo

Creo que tengo un problema con empezar cosas y no terminarlas (y se me lee alguna XY, debo añadir que no soy así para todo, al menos hasta donde llego a recordar). Esta historia la empecé hace bastantes años y ahí se quedó la pobre. Otro día ya si eso la pegaré un repaso e igual hasta sigo con ella:


                                                EL ÚLTIMO CIGARRILLO.
No sé muy bien que contar, por lo que tampoco tengo muy claro como empezar a hacerlo. La guerra supuso el final de muchas cosas que se tenían por eternas, todas aquellas cosas en las que no pensabas a diario porque siempre estaban allí; pero ahora que ya  no existen pienso en ellas casi continuamente, hemos sustituido en nuestras memorias los lugares que antaño nos pasaban desapercibidos por las humeantes ruinas de sus recuerdos. La vida ha cambiado desde los últimos años, ya hemos aprendido a vivir de esta manera, tras varios años hemos terminado por comprender que no vamos a despertar de esta pesadilla y que habremos de quedarnos para siempre en esta situación. Todo tiene un inicio y un final, la propia vida humana, las emociones, las películas y hasta la tierra; ese planeta que ocupaba el tercer lugar en nuestro sistema solar, hasta que Venus adquirió su flamante nueva posición astronómica.
Como dije antes muchas cosas han cambiado en los últimos años, la más importante es el hecho de que la Tierra desapareció en los primeros meses de la guerra. Las noticias que llegaban a las tropas en las fronteras de nuestro sistema eran confusas, pero finalmente fueron confirmadas, el planeta en el que surgió nuestra civilización, la capital del sistema galáctico de la humanidad (nosotros lo conocíamos sólo por el sistema galáctico) había sido borrado de todos los mapas estelares.
Con la tierra desaparecieron otras muchas cosas, una gran parte de los animales, por ejemplo, ciertamente los animales domésticos como gatos, perros hasta algunas serpientes menores se hallaron a salvo en las residencias de terrestres en toda la miríada de mundos coloniales; Lo mismo ocurrió con animales de granjas e incluso algunas plagas agrícolas encontraron también su nuevo hábitat en tierra-2, tierra-3... (nunca debimos dejar poner los nombres de los nuevos planetas a los astrónomos). Pero un gran número de animales desaparecieron como una parte más del paisaje de nuestro planeta.
La desaparición de la tierra impidió que se pudieran volver a contemplar aquellas reuniones de cúmulos y nimbos que se desperezaban en el azul del firmamento, que las olas susurraran baladas eternas al húmedo y dispuesto oído de los litorales al impredecible ritmo de las mareas, las constelaciones tal y como se divisaban desde la tierra dejarían de tener consistencia excepto en los mapas del cielo ya existentes... Ya no quedaba absolutamente nada de todo aquello y fue un cambio tan trascendente y repentino que se hacía difícil pensar que un planeta verde alguna vez hubiera dado vueltas alrededor de nuestro sol.
Con las especies arbóreas pasó algo muy similar, muchas semillas viajaron entre nebulosas y constelaciones para ser trasplantadas en un ecosistema diferente, muchas de ellas se adecuaron a los  suelos y nitratos extraterrestres, pero algunas de ellas no pudieron, o si lo hicieron sus características se vieron modificadas, las verduras a veces, según el planeta en el que se plantaran, sabían mal o adquirían un color de lo menos apetecible (que en algunos casos tampoco es que el original lo fuera mucho), pero pronto se descubrió que había una planta que de ninguna manera podía desarrollarse en otro planeta, la planta del tabaco. Bien es cierto que en la tierra tanto el tabaco, como el alcohol o la comida grasa y con colesterol estaban prohibidas desde hacía muchos años. Pero en los mundos coloniales y en las naves comerciales o de exploración (por no hablar de la flota de guerrera) las leyes eran cuanto menos laxas. Como sólo en la tierra podía cultivarse el tabaco en múltiples granjas privadas o en facultades de biología terrestres el tabaco seguía su camino hacia la superficie en la economía sumergida, prácticamente nunca faltaba un paquete de cigarrillos en cualquier reunión social. Hasta el fin de la tierra. No había una exportación reglamentada y, por supuesto, tras la catástrofe, el tabaco era la menor tragedia colateral de la desaparición de nuestro planeta, por lo que los fumadores tardamos un tiempo en ser dolorosamente conscientes de que  los maravillosos días de aspirar humo acaban de desaparecer como las mismas volutas de un cigarrillo en al aire de una habitación bien ventilada.
El tabaco estuvo muy ligado a mi vida, las largas noches de estudio en la academia espacial se hacían menos tediosas con un cigarrillo entre los dedos, la nicotina actuaba como un discreto activador neuronal y las ideas se desperezaban primero, para más tarde desarrollarse y lucir en el centro del cerebro guiadas por el faro infatigable de la brasa rojiza y persistente de un cigarro recién encendido y aspirado por primera vez. Por no mencionar el sabor incomparable que desprendía el tabaco tras una comida, café (también prohibido) o, sobre todo, tras el sexo, los pulmones estaban dilatados por el esfuerzo respiratorio y el humo del tabaco se extraía con una precisión quirúrgica, sin contar con como los olores producidos por las transpiraciones se comunicaban con el del tabaco de una manera muy similar a la comunicación producida hacía minutos. Nada sentaba más bien, ni sabía mejor que un cigarrillo compartido tras el sexo.
¡Dios, como echo de menos el tabaco!. Sí, los hipopótamos me dan mucha pena, como los ocelotes, los linces o las ballenas, pero... ¿Cuántas veces he disfrutado con uno de esos animales?, ninguna. Prácticamente no voy a notar su falta. Pero la nicotina que vive en mis pulmones está realmente destrozada porque nunca más volverá a ver a los suyos, condenada a vivir para el resto de mi vida en una reserva indígena, rodeada y maltratada por el oxígeno, proteínas y demás compuestos saludables de mi organismo.
Supongo que este diario bien puede ser mi última redacción, la última vez que mis ideas, recuerdos  y deseos se manifiesten físicamente como un fantasma en una fructuosa sesión de espiritismo, por lo que debería ser sincera: Tengo el último cigarrillo de la tierra.

He estado mirando por galaxy-net la cotización (teórica) de un hipotético cigarrillo, con ese dinero podría comprar una flota de naves comerciales. A veces pienso en venderlo, pero luego creo que si alguien quiere pagar tanto por él es que realmente lo vale, que lo conseguiría por ser asquerosamente rico, razón por la cual pienso en disfrutarlo yo misma.
Lo fantástico sería compartirlo tras un polvo, pero en estos tiempos de guerra no hay espacio para romanticismos, sólo sexo realizado con la angustia y el temor a que sea el último. Se práctica el sexo con la fiereza y el ímpetu de los animales que presienten que van a ser sacrificados, ya ha dejado hasta de ser algo agradable. El miedo a perderlo lo ha arruinado prácticamente del todo. Y de todas maneras, en una nave exploradora, navegando continuamente por territorio enemigo o en peligro no hay excesivas oportunidades de encontrar un buen compañero de cama.
Empecé a fumar por mis amigas, en la academia. El hecho de que fuera algo prohibido era un aliciente, más todavía en un ambiente militar como el de la academia de exploración. Las maneras de ingeniárselas para ocultarlo en las inspecciones hacían que te sintieras despierta, viva y, en cierta medida, rebelde.
Todo lo bueno lo había adquirido el ejército. Las campañas exploradoras de la galaxia eran ciertamente peligrosas, por lo que el ejército comenzó a acompañar a los pioneros, más tarde a los comerciantes, a los transportes de pasajeros y a los arqueólogos que descubrían los antiguos restos de civilizaciones extraterrestres o las dejadas atrás por los enemigos. Finalmente el ejército copó todas las carreras interesantes. Decían que era tan sólo como una especie de cursillo de supervivencia, a lo que se sumaba el trasfondo de una institución que ayudaría con todos los medios a su alcance y, aunque algo de razón tenían, todo se vio imbuido por el modo de vida castrense, ante lo cual se me viene  a la memoria las palabras de un filosofo terrestre muerto hacía muchos miles de años: “La justicia militar es a la justicia lo que la música militar es a la música”.
Yo de niña siempre fui inquieta, como si presintiera mis futuras adiciones a la cafeína y a la nicotina, no paraba de ver las estrellas en las escasas noches en las que la contaminación lo permitía, leía todo lo que podía sobre otras galaxias y nebulosas y me suscribí a una red de noticias sobre nuevos descubrimientos. La exploración galáctica era mi vocación.
No quiero que os llevéis a engaño, tampoco guardo unos malos momentos de mi estancia en la academia militar de exploración, aunque sí que es cierto que la reglamentación, la disciplina y la ciencia militar casi acaban con el romanticismo de los viajes de exploración.
El caso es que fue allí donde empecé a disfrutar de los placeres del tabaco, y puesto que la vacuna contra el cáncer ya se había descubierto hacía siglos, tampoco era muy comprensible su prohibición, por lo que desde los movimientos juveniles, artistas y bohemios, el tabaco era una manera de diferenciación estamental. Pero me he perdido en mis divagaciones, hablaba de mi último cigarrillo y de los deseos inhumanos que tengo de fumármelo ahora mismo.



domingo, 18 de septiembre de 2011

El Especial de Medianoche


Pues este microrrelato (casi diría ubermicrorrelato) es así de pequeñajo el pobre porque estaba escrito contando con se leyera, como se ha leído, en el programa de radio "El especial de Medianoche". Escrito ex profeso para ello y con el título de homenaje.
Por cierto, hablando de radio, ya estoy a punto de hacerme una cuenta de podcast para subir mi programa de cómics y buena música. Después de dieciseis años en antena ya iba siendo hora. 
Bueno, a lo que vamos, "El especial de Medianoche":

Querría un “especial de Medianoche” – Me dijo – Aunque no hacía falta que me lo dijera, sabía lo que quería desde el momento en que entró en la taberna, miró cauteloso a las robustas sombras de las esquinas, se quedó parado un momento bajo el quicio de la puerta y, con un paso firme que fue precedido de un profundo suspiro, avanzó hacia donde me encontraba.
Todo el mundo quiere un especial de Medianoche. ¿Eres consciente de lo que entraña? – Le contesté –  y siguiendo un procedimiento estandarizado añadí - ¿Y tendrías con qué pagarlo?
Era verdad, decenas de personas pasaban por aquí cada noche preguntando por el especial, la mayoría eran curiosos, soñadores o policía militar de relativo incógnito. No parecía ser el caso de este joven nervioso.
El especial era un brebaje, destilado de multitud de organismos vivos e inertes de los pantanos de este planeta en el brazo exterior de la galaxia, el último apeadero antes de entrar en la zona en cuarentena. Un cinturón de asteroides separaba a la zona prohibida de modo que, aunque se quisiera, era imposible pasar a través de ellos. Salvo con el especial, el mejunje te abría la mente, ampliaba los sentidos y permitía pasar a través de ellos con la gracia de una libélula entre fieros juncos.
Tras discutir el precio, me dirigí con él al almacén y le ofrecí un vial de cristal grueso con un líquido violeta en el que flotaban grumos del tamaño de granos de café. Me dio las gracias y se retiró.
- ¿Para qué quiere ir todo el mundo a la zona prohibida? – Me preguntó uno de los habituales.
- Ni idea – contesté
- ¿Y funciona ese brebaje tuyo? – Siguió preguntando
- ¿Tu que crees? – Respondí con parquedad dando a entenderlo todo con el juego de cejas
- ¿Para qué es la bebida, entonces? – Volvió a inquirir.
- Para los calamares espaciales del cinturón, se comen todo lo que lo cruza y les gusta el sabor de la carne aderezado con él, así no entran en este planeta. He montado esta taberna para eso. Está teniendo mucho éxito, este “especial de medianoche” como ellos lo llaman.