martes, 28 de enero de 2014

Espertero exterminador de monstruos, capítulo 8.

Pues vamos con el octavo capítulo, a este paso este año termino la novela y todo. Y pensar que todo empezó con una tontería...



CAPÍTULO  8: DULCES CASUALIDADES
Las casualidades no existen, no más allá de lo que supone un destello de ilusión o de sorpresa para las mentes sencillas. No importa lo que te cuenten ni lo que la gente pueda creer, el destino no se dedica a lanzar una moneda al aire cuando se siente perdido sin saber qué hacer y actúa entonces en consecuencia. Las causas tienen efectos y aquellas son a su vez el efecto de sus mayores; Todo lo que ocurre tiene una razón, ya que cada pequeño acontecimiento está complejamente intrincado con todos los demás en el tapiz que se encuentra suspendido, siempre a medio tejer, en el telar situado entre las estrellas. Los que practicamos un poco de magia, tan solo somos capaces de escudriñar, muy ligeramente, por dónde se extienden los hilos de ese tapiz y tanteamos como al entrelazarse van formando imágenes no del todo definidas. A veces, como mucho, podemos dar un pequeño tirón a la parte de la madeja que tengamos más a mano, de modo que esas imágenes borrosas puedan llegar a alterarse aunque sea muy tenuemente. 

Por eso cuando esta mañana al levantarme he sentido el antojo de un cierto tipo de dulces que solo elaboran en una afamada confitería de la calle cuchilleros y al no hallarme en estado de buena esperanza,  creo que ese deseo tiene que tener algún otro sentido. Por supuesto, como mi marido es el general Espartero, puedo mandar a cualquiera a que me los traiga al instante, pero como nada ocurre por casualidad, creo que debo ir yo misma y tratar de no sorprenderme mucho cuando vea qué escena se está formando en el telar.
En cuanto pongo el pie en la calle ya siento como voy llenándome de vitalidad a cada paso y la sonrisa se me ensancha con cada inspiración. Un breve paseo matutino siempre es agradable y más hoy que desde muy pronto, a pesar de la nieve caída durante toda la noche, el sol ha preferido congraciarse con ella y en lugar de enzarzarse en una violenta cópula no consentida que la fundiría y terminaría por engendrar a media tarde un barrio mugriento; ha consentido en realzarla con su luz para que todos puedan admirar su belleza del modo en que él la admira y otorgarla un precioso brillo nacarado que me recuerda a la reluciente cobertura de merengue de… Un dulce que me apetece comer más cada vez. Nada ocurre por casualidad.

La formación militar de mi marido se me está adhiriendo como una segunda naturaleza, porque en cuanto veo las bandejas de pasteles en el escaparate no puedo dejar de pensar en una formación de soldados, alineados en un perfecto orden, quietos en actitud de firmes, serenos ante las inclemencias y serviciales, pero dispuestos para golpear con fuerza cualquier paladar con las armas de su azúcar en cuanto les sea ordenado con el primer bocado. Todo el que pasa a su lado y se detiene a contemplar su formación los admira en el fondo, ya sea gula, lujuria o envidia, pasteles y guerreros desentierran bastantes pecados ocultos en nuestras almas.  
-          No digo que los carlistas tengan razón, Dios sabe que la reina legítima es nuestra niña Isabel, pero sí que me parece que ellos cuidan más los asuntos del alma- Dos viejas beatas estaban comprando dulces y parece que he llegado justo en un momento crucial de la conversación.
-          Desde luego, ¿ha oído que Zumalacárregui, en todas las aldeas por las que pasa, lo primero que hace es ordenar que se rompan a hachazos todos los barriles de vino de las bodegas? Yo tampoco digo que su pretensión al trono sea justa, pero ya podrían los nuestros hacer alguna cosa de bien como ésta.
-          “Romper los barriles de vino no es un acto puritano”- Me imagino diciéndolas en lugar de saludarlas amablemente y asentir, que es lo que hago- “Por un lado es una manera de castigar, arruinar lo que se tiene atesorado desde hace años tiene un efecto demoledor en la moral del enemigo, por otro es eficiente magia simpática, el vino equivale a la sangre, haciendo correr uno, harás correr a la otra más adelante”. – Zumalacárregui es más listo de lo que todos piensan, no me cabe duda de que mi Baldomero podrá con él, pero no lo va a tener fácil.

Elijo los pasteles que más me apetecen mientras pruebo una delicia de crema que me han ofrecido y casi sin que me de tiempo a que me los envuelvan y los guarden en una preciosa cajita de cartón color Burdeos, como el vino y la sangre derramados en el norte, noto como la cara del pastelero se pone lívida y las dos viejas beatas, que captan por instinto la tensión en el ambiente como los animales de presa que son, se giran al unísono cuando dos guardias armados entran en la confitería y se quedan uno a cada lado para proteger el paso de la reina niña Isabel. Noto un gran tirón interior y siento como la escena del tapiz empieza a cambiar de manera desacostumbradamente rápida, a la par que me aparece en la cabeza de manera fugaz una imagen de interminables pasillos de montañosas bibliotecas, con polvo blanco de siglos reposando en los estantes superiores, bibliotecas albergadas desde milenios en el corazón de ciudades ciclópeas, perdidas en la inmensidad de las estrellas. Pero es sustituida casi al instante por la sonrisa graciosa de una niña regordeta que no quiere más que pasteles y que se siente abrumada entre tanta muestra de deferencia. ¿Sabrá que yo sé todo lo que sé y Baldomero me cuenta todo lo que va descubriendo para que no se pierda con él toda la información relevante?

 Casi resulta entrañable cuando se pone de puntillas en el mostrador y va señalando uno a uno con ojillos golosos los pasteles que quiere mientras nos cuenta a los presentes cuáles son sus favoritos exhortándonos a que los probemos. Las beatas están exultantes en un sueño y no caben en sí de gozo, seguro que ya nunca más tendrán una palabra amable para los carlistas, el pastelero tiembla pensando en qué le pasará si los dulces no son del agrado de la reina y los guardias no cambian de expresión ante esta muestra que no tengo claro si es de candor infantil o más bien se trata de una actuación premeditada y ensayada. En las puertas, un negro carruaje llevado por los dos caballos más grandes y más negros que jamás he visto espera con la puerta cerrada, pero con la escalerilla bajada y anoto mentalmente los símbolos que aparecen junto con el escudo real de los Borbones para investigar qué significan en cuanto pueda. Sospecho que llevo dos o tres manos de retraso en la partida y que no se van a respetar los turnos de aquí en adelante. Y mis sospechas se ven reafirmadas en cuanto la reina me habla.
-          Jacinta, querida.- Me dice casi sin apartar la vista del mostrador – Su señor marido es uno de mis más queridos amigos y defensores. ¿Podré tener la dicha de acompañarla a su casa en mi carruaje? Me encantará hablar de cosas de chicas, mis guardias hacen lo que pueden por entretenerme, pero sus conversaciones son aburridas.
-          Claro, mi señora, es un honor excesivo el que me hace.- Digo las palabras seguidas, con algo de aprensión porque ya empiezo a ver cuál era el plan que se escondía parapetado detrás del antojo de bollitos.

La niña me da la mano y la balancea junto con la mía atrás y adelante mientras va dando saltitos durante el corto recorrido camino al carruaje. Pronto, cuando los cotilleos hayan descendido de su vuelo cuando ya la carroña no haya podido engordarles más y no soporten ni su propio peso, seré la envidia de toda la corte y de casi toda la villa. Para el resto seré también un aviso de que la reina sabe dónde encontrarte en cuanto se lo proponga. De repente todo el mundo es mucho más listo de lo que parece y no sé si será una buena idea empezar a hacerme la tonta de ahora en adelante.

La carroza avanza con extrema suavidad, en total calma y siguiendo una perfecta línea recta, sin el traqueteo que podría esperarse al rodar por unas calles que parecen haber sido levantadas para partir las patas de los caballos y para que los revolucionarios dispongan en todo momento de piedras para arrojar en las  cotidianas revueltas. Madrid es una ciudad que parece haber sido diseñada por la mente de un demonio loco, en los tiempos libres que tenía entre el levantamiento de un círculo del infierno y otro.  Tampoco hace frío aquí dentro, es cómo si todo se detuviera, la temperatura, el movimiento… Y hasta el sonido, las ruedas parecen golpear sobre algodón y las respiraciones no son perceptibles. Hasta que la reina habla, dejando ya de lado la imitación perfecta de una niña de buena familia.
-          Mis informadores comentan que los carlistas van tomando todas las villas y aldeas por las que pasan. No dudo de que nuestro Baldomero vaya a triunfar, pero debería ir ganando también alguna batalla antes de recoger el triunfo definitivo de la guerra. – Y la manera de pronunciar el “nuestro” hizo que se me erizara el vello de la nuca.
-          Mi majestad.- Respondo con toda la sumisión de la que soy capaz, consciente de que tampoco es mucha.- El general de sus ejércitos sabe lo que hace. Tiene a Zumalacárregui confiado con sus primeras victorias, mientras que está a la vez consiguiendo que fracase en tomar las grandes ciudades. Si conozco a mi marido, seguramente el asedio de Bilbao sea el punto de inflexión en la guerra.
-          No me cabe duda. El pesar que tengo es que en nuestra última reunión creo que no fui de mucha ayuda y debería hacer algo más, él se lo merece.
-          Me contó antes de partir que sí que le dijo unas crípticas palabras que esperaba tuviesen sentido en un futuro. Él confiaba en ello.- Ya no merece la pena tantear si ella sabe que yo lo sé y seguir ad infinitum en este bucle de inferencias, vamos a respetar mutuamente la inteligencia del otro y ya está.
-          Así lo pensaba yo también y mi idea era ayudar sin que se notara mucho por el destino escrito, pero el tiempo se está autocorrigiendo, la energía mágica que se está reuniendo en cada uno de los bandos está haciendo que mis recuerdos del futuro no sean tan claros como eran hace unos meses. Mi intervención va a ser más necesaria que nunca- Mientras habla, busca debajo de su asiento y me entrega lo que parece una cajita de música, de esas que suelen tener una bailarina que se mueve al compás de unos ritmos sincopados. Es una cajita de metal labrado, pequeña y rectangular, más fría y pesada al tacto de lo que invitaba a pensar.
-          ¿Qué debo hacer con ella?- Pregunto.
-          Lo más importante de todo, no abrirla. Sé que eres una iniciada y que conoces las reglas, así que sabrás que si la abres tú y no él, cuando corresponda, no servirá de nada. – Asiento con una reverencia.- Házsela llegar como consideres mejor. Una vez que la abra recibirá instrucciones que garanticen una ayuda.
-          Su majestad es muy amable.- Le digo mientras coloco la cajita en la bolsa donde llevo los pasteles, debajo de ellos para que no se aplasten y para que pase desapercibida si alguien mira la bolsa de soslayo.
-          Eso no es todo. La caja le concierne a él, pero tengo información que os concierne a vos.- Y se detiene dramáticamente haciendo que, de nuevo, nada pueda oírse dentro de la madera negra del carruaje. Cómo yo también sé jugar a las pausas dramáticas sonrío beatíficamente y cálculo cuánto desea darme la información en función del tiempo que tarda. No es mucho.- ¿No os interesa lo que tengo que deciros, Jacinta?
-          Claro, majestad- Y peco ligeramente de orgullo al apuntarme la victoria.- Es que no quería interrumpiros.- Entonces su franca risa infantil se combina con una risa ajena a este mundo, pero igual de sonora y sincera.
-          Muy bien. Tengo dos fragmentos de información para daros, a cambio de una sola que os pido como devolución. El intercambio es favorable para vosotros.
-          Dependerá del valor de la moneda, majestad. Pero estoy dispuesta a ofreceros toda mi ayuda si es posible.
-          Vuestro marido guarda algo que me pertenece. No sé si en la sala del Escorial o en algún otro sitio, a cambio de ello os daré detalles de dos acontecimientos que os atañen.
-          Dígame que es y lo buscaré.- Porque esta vez no se me ocurre para nada lo que puede estar buscando.
-          ¿Ha oído hablar del doctor William Gull? El médico de palacio de la casa real británica.- Asiento.- Hace unos años un extraño… meteorito cayó en la campiña inglesa. Dentro había una forma de vida extraterrestre, fallecida en el accidente. El doctor se encargó de analizar sus restos post-mortem y anotarlo todo, con dibujos detallados, en un dossier. Solo quiero ese dossier. Ni es algo mágico, ni un arma, ni nada que pueda seros útil en el devenir actual de los acontecimientos.
-          Si lo encuentro considérelo devuelto.- Digo sinceramente, seguramente sea algo que Baldomero guardaba por si era necesario utilizarlo en una hipotética guerra con Inglaterra, pero como seguro tiene otras cosas guardadas para tal fin y como además los problemas hay que afrontarlos de uno en uno según vienen, accedo sin reparos.
-          Gracias. En ese caso os ofrezco mis visiones, por un lado ha de saber que una cábala de magos ha llegado a Madrid en los últimos días. No puedo saber si trabajan para el enemigo o son mercenarios libres, pero su advenimiento no me ha pasado desapercibido ya que es curioso que lo hayan hecho justo en este mismo momento.
-          Ya, las casualidades no existen.- Afirmo tajante.
-          En efecto, querida. Se reúnen todos los jueves en un viejo cementerio, en lo que ahora es una alejada zona de huertas y antaño un convento.
-          Jueves, el día de Júpiter, el poder y el control, pero también de Thor, el trueno y las tempestades.
-          Eso es. Tal vez debería vigilarles un poco aunque fuera.
-          Os lo agradezco. ¿Y la segunda cosa?
-          Es una imagen que percibo más difuminada porque concierne a una figura que parece existir ajena al discurrir del tiempo. Veo a un gran seductor, que es a la ve un animal implacable y desencadenado, el espíritu salvaje de otros tiempos al que la civilización no ha podido enjaular entre los barrotes de las cafeterías, los ferrocarriles y los telégrafos. Veo un apellido nobiliario y unas noches eternas que se repiten sin parar envueltas en un hambre que jamás cesa. Y veo que va a venir a por vos.
-          Vaya, sabiendo todo eso casi agradezco que mi marido no esté en casa. – Río a pesar del repentino frío que siento.
-           No se lo tome a broma y ante todo no permita bajo circunstancia alguna que nadie entre en su casa sin ser debidamente invitado. Y si sazona las comidas con algo más de ajo que habitualmente no será algo que deba lamentar.

Las últimas palabras todavía danzan en mi cabeza como la pareja que continua abrazada con los giros cuando la música y el resto de bailarines ya se han detenido. Los pasteles, estando muy ricos, han perdido el sabor de la expectativa que era su principal atractivo. Tengo ante mí varias opciones, pero siendo hoy miércoles, solo una actuación aparece obvia.

jueves, 16 de enero de 2014

Espartero exterminador de monstruos, capítulo 7

Pues he tardado pero ya está el séptimo capítulo (borrador, en realidad, que le quedan algunos retoques) de Espartero. Ya nos metemos en la segunda parte de la historia, el segundo acto, si nos ponemos técnicos. Vamos con ello:



CAPÍTULO 7: EN COMPAÑÍA DE LOBOS.

La contienda ya había estallado y no quedaba modo alguno, ni tan siquiera un resquicio, que permitiera excusarse ahora pretendiendo que no se había querido ofender a la señorita, presentar sinceras disculpas aliñadas con genuflexiones y retirarse en cuanto el criado te trajera el bastón y los guantes. Una vez que salpica el suelo la sangre de un joven abatido por otro a quien ni conocía previamente y a quien hasta ahora no le había deseado ningún mal, tan solo queda tratar de ser del bando que más alimente la tierra con cadáveres enemigos.

Por su fuera poco tener que lidiar con Zumalacárregui en el norte, que si bien era cierto que le estaba costando bastante más hacerse con las grandes ciudades que como se había ido haciendo hasta el momento con todas las zonas rurales, ahora también otro general, Ramón Cabrera, se había sublevado por Levante y a un alto mando isabelino oligofrénico, valga la redundancia, no se le ocurrió otra idea mejor que mandar fusilar a su madre para demostrar que la traición se paga. Ignoro con qué tipo de apoyos sobrenaturales contará el Tigre del Maestrazgo, ya habrá tiempo de enterarse, de momento bastante tengo con ocuparme del norte de la península, del aquí y el ahora, dónde mi batallón puede empezar a tener problemas serios de verdad en medio de este valle nevado.

-          Son huellas de lobo, en efecto.- Me comunica orgulloso el capitán de exploradores, como si hubiera descubierto una especie de animal desconocida para la ciencia, cuando es algo que cualquier hijo de pastor aprende a los cuatro años. – Y son bastante grandes, y numerosas, además. Una manada de lobos de gran tamaño no debe andar muy lejos de por aquí.

-          ¡Qué haces, insensato! – Le grito mientras le agarro la mano que iba directa a la boca tras coger un poco del agua que almacenaba la huella más grande.

-          Solo iba a beber un poco de agua, mi general. – Se excusa casi tartamudeando.- Siempre se ha dicho que beber agua depositada en la huella de un lobo da suerte.

-          ¡Cómo va a dar suerte, botarate!, para empezar, ya deben haber bebido de ella todos los bichos del bosque y algunos hasta habrán marcado el territorio. ¡Lo menos que puedes pillar es la rabia! – Me abstengo de comentar que además beber directamente del agua de una huella de lobo es uno de los métodos más fiables para convertirte en licántropo.

-          ¡Mi general!- Me llama a mis espaldas uno de mis hombres- Hemos encontrado los restos del batallón perdido, están…

-          Muertos, sí. Lamentablemente era lo que esperábamos.

-          Pero es que… Además están…- “devorados”, termino mentalmente la frase mientras le hago callar con un gesto de mi mano, indicando que lo sé y que ya voy para allá, que ha dejado de ser su problema. Con ese simple gesto respira aliviado.

Debajo de unos árboles cuyas ramas sostienen con esfuerzo unas costras de nieve helada, tan rígida como la mortaja de un leproso, los restos del batallón se extienden por un pequeño claro, alrededor de una hoguera totalmente consumida. Los desastres de la guerra pintados por Goya son una estampa de un catecismo infantil comparado con esto.

-          Les han devorado los lobos.- Sentencia solemne el capitán de exploradores, con su don innato para señalar la evidencia.- Que el señor les tenga en su gloria.

-          En su gloria no sé si estarán, pero en el estómago de unos lobos seguro.- Tras callarme unos segundo, me doy la vuelta para dirigirme a todos- Por eso, cuando ordeno que no se enciendan fuegos no es por que me guste que se os congelen las pelotas, es porque las hogueras atraen a los lobos. Y si no tenéis más remedio, si os digo que entonces queméis raíces de acónito en ellas es porque el olor de la combustión repele a las fieras, no porque mi familia tenga una herboristería en la calle cuchilleros.

-          ¿Su familia tiene una herboristería en la calle cuchilleros? – Pregunta, cómo no, el capitán.

-          Era... Una forma de hablar.- Seguramente el acónito quemado no haría más que hacer que los hombres lobo se lo pensaran un poco antes de acercarse a la hoguera ante el miedo de que realmente tuviesen acónito contra ellos, sobre todo porque lo dañino para ellos es la flor y no la raíz, pero el humo de una hoguera llega lejos y por lo menos ocultaría todos los otros olores que lleva un destacamento militar con ellos y que para los licántropos equivale a la promesa de un banquete en el Valhalla.- Tengo que comprobar una cosa, mientras que todos los exploradores salgan a dar una batida y busquen cualquier cosa que os parezca extraña. Avisadme cuando lo veáis.

-          ¿Algo extraño como qué?, mi general.- En esta ocasión, debo reconocer que la pregunta del capitán es más o menos pertinente.

-          Lo sabréis cuando lo veáis. – Porque decir “lo que parecen pieles humanas bien colgadas de una rama o bien recogidas debajo de unas raíces” no me haría quedar muy bien delante de la tropa.- El resto, armas a punto, preparadas para disparar a la primera de cambio. Los lobos pueden volver a atacar en cualquier momento.

Vengo preparado para casi todo lo que Zumalacárregui pueda lanzarme, así que saco de mi mochila un gran cirio pascual consagrado, lo enciendo y, tras esperar un poco, vierto unas gotas de cera sobre la culata de mi fusil. Es un truco que me enseñó un abad de Normandía y que suele funcionar con algunos tipos de hombres lobo. Aviso al resto del pelotón para que vengan a hacer lo mismo, con la excusa de que dará suerte, la infantería es mucho menos supersticiosa que la marina, pero nadie dice que no a cualquier cosa que otra persona diga que da suerte, siempre que no suponga riesgo para la integridad, ni haga quedar en ridículo.

-          Se acerca el invierno. – Vuelve a sentenciar el capitán mientras tirita.

-          ¿Por qué les ha dado a todos este año por decir esa chorrada de frase? ¡Se ha puesto de moda hasta en palacio! ¿Qué espera la gente que llegue en noviembre, la primavera?- Me distraigo solo unos segundos al girar la cabeza hacia él, pero es lo suficiente para encontrarme un lobo gigantesco en pleno salto y casi al lado de mi cara en cuanto vuelvo a orientarla hacia donde debería estar mirando.

Mi instinto militar no me falla y disparo al animal justo en el pecho, un poco por debajo de sus fauces abiertas y negras como la entrada a un mausoleo. Oigo más disparos que siguen al mío, pero entrelazados, como en un baile palaciego o en unos tapices, con aullidos de lobo y humanos. No me quedo a mirar como ha quedado mi lobo y ni siquiera veo cómo ha caído, le doy por muerto, me giro sin mirar atrás, recargo y continúo disparando contra el resto de la manada. Los estallidos resuenan por el valle y hacen que la nieve de las ramas caiga asustada sobre nosotros y de repente la quietud que vivía feliz aquí se ha tornado en una algarabía frenética. Cinco lobos han sido abatidos y solo hemos de lamentar dos bajas en nuestras filas, bueno, yo también lamento que no haya muerto el capitán, pero es una maldad mía. La enorme ventaja es que los muertos son definitivos y no hay nadie con mordeduras ni arañazos. Si son el tipo de licántropo que creo que son el mordisco no convertirá a nadie en uno de los suyos, pero es mejor no correr riesgos.

-          ¡Vaya lobos más grandes!, ese casi parece un pony.- Ríe un soldado con el nerviosismo posterior al haber sobrevivido a un encuentro con la muerte.

-          Y nadie parece volver a convertirse en humano.- Comenta otro de ellos, el que parece más joven,

-          ¿Cómo dices, soldado?- Le pregunto con un tono autoritario. Con un tono autoritario y un rango militar por encima de cabo, puedes entrar en cualquier parte y conseguir que la gente te cuente casi todo. Yo he conseguido intimidar a secretarios reales y hacer que me trajeran el café y todo.

-          Es que… verá, señor, sé que son tonterías, pero es que entre la tropa se cuentan cosas raras. Y además, mi abuela, cuando se enteró que me vendría a los bosques del norte, me estuvo contando historias sobre lobisomes y  brujas.

-          A las abuelas hay que hacerlas caso siempre.- Y con esta aseveración parece que se cierra la ronda de preguntas sin que tampoco haya tenido que contar la verdad, ni que decir tampoco ninguna mentira.

Mis sospechas se confirman cuando al cabo de poco llegan los exploradores, quienes han regresado lo más rápido que han podido en cuanto oído los disparos. Como  también venían nerviosos por lo que han visto es necesario un momento de asentar la cabeza, así que tras un cigarro rápido, juntar entre todos los restos desperdigados de los dos cadáveres para enterrarlos con posterioridad y sentir como fluye la conexión entre supervivientes creando un lazo que será difícil de romper, me dispongo a continuar con el trabajo dejándome guiar hacia lo que ya sé que me voy a encontrar.

Como había predicho, debajo de unas raíces estaban escondidas unas pieles humanas. Diez en total. Extenderlas en el suelo fue algo la mar de raro, diez pieles enteras, desde el cuero cabelludo a los dedos de los pies, con una pequeña abertura en la espalda, lo que parecía estar dispuestas para ser utilizadas como un disfraz de carnaval o un hábito de procesión.

-          Lo mejor será quemarlas.- Dice uno de los soldados sin dar mucho crédito a lo que está viendo.

-          ¿No tenemos nada grande de plata?- Pregunta el capitán mientras aferra con su mano derecha un pequeño crucifijo que lleva colgado al cuello como si quisiera evitar que lo cogiera para meterlo en las pieles al instante. La plata no va a servir en este caso, pero querría una segunda opinión.

-          ¿Qué decía su abuela de un caso como éste?- Pregunto al joven de la abuela sabia.

-          ¿Puedo ser sincero señor?

-          Por supuesto. Conmigo siempre. Lo peor que puede pasar es que te lleves una hostia si es una tontería muy grande, pero te garantizo que al menos te escucharé antes. Y que, generalmente, las ideas de los soldados son mucho más sensatas que las de los oficiales. Además, su abuela ya ha demostrado ser una mujer a quien hacer caso.

-          Mi abuela dijo, y me parecía que chocheaba cuando lo decía, que si veíamos algo así lo que había que hacer era echar sal en las pieles y dejarlas dónde estaban. Pero no sé por qué, ni cómo pudo saber que nos lo íbamos a encontrar.- Buena pregunta, me la anoto mentalmente para contestarla en cuanto pueda.

-          Ya le habéis oído, soldados. ¡Sal en las pieles y a dejarlas en su sitio!- Comando.

-          Pero… ¿de dónde vamos a sacar la sal?

-          La de los huevos duros del avituallamiento.

-          Mi general, es que un huevo duro sin sal está muy soso.

-          Cuando volvamos al campamento os daré sal para curar catorce cochinos y, además, alcohol de los oficiales, que es bastante mejor que el barniz para muebles que bebéis a mis espaldas.- Y así, entre vítores, evito contestar a la pregunta de por qué echar sal a las pieles.

Loup-garou. Uno de los tipos de hombre lobo más peligrosos que existen, porque no son pobres diablos que por una maldición o un arañazo se convierten en animal cuando brilla en lo alto de la noche la luna llena. Ellos son lobos, lobos extremadamente crueles e inteligentes, descendientes de una especie que se pierde en la prehistoria, cuando el fuego era el único aliado de los primeros hombres y cuando las leyendas podían salvar más vidas en una tribu que un arsenal de hachas de piedra. Todas las historias de monstruos en la noche, de criaturas que se alimentan de los hombres, del terror a la oscuridad y de la necesidad de no salirse nunca del camino nacen con ellos.  Son lobos que se visten con pieles humanas para caminar entre nosotros, para engañarnos, distraernos, conseguir llevarnos a su guarida… Y mientras lo hacen disfrutar del olor de la carne y la sangre que gozarán en breve. Eso significa que por la zona, en algún pueblo, habrá un grupo de aldeanos que no son lo que parecen. La sal les matará en cuanto vuelvan a ponerse la piel y de una manera dolorosa. En realidad debería hacerse al revés, echar la sal en las pieles de lobo y no en las humanas, pero espero que sirva lo mismo, la magia es como las recetas de repostería, se hacen igual siempre porque existe el miedo de que el soufflé no salga bien si se realiza aunque sea un paso ligeramente diferente. La parte negativa es que no creo que se vistan todos a la vez, así que solo morirán los primeros, el resto se molestarán mucho, se verán acorralados y seguramente lancen un ataque directo contra nosotros, pero si nos atrincheramos en el pueblo podremos con ellos, al menos ya no podrán engañarnos haciéndose pasar por humanos.

Así que enterramos a los muertos, digo unas palabras de ánimo y, tras mirar el mapa, nos dirigimos al pueblo más cercano para terminar con esto.