viernes, 15 de julio de 2011

Añoranzas de lluvia

Este lo escribí hace unos años ya, pero tiene la longitud adecuada para que entre en una sola entrada y así además me evito escribir algo nuevo.


                                              AÑORANZAS DE LLUVIA
Una de las cosas que más echaba de menos era la lluvia, no sólo el fenómeno metereológico en sí, sino todo aquello que traía con ella. Recordaba de manera casi lacerante el incomparable olor a tierra húmeda (realmente provocado por un hongo, aunque eso no invalidaba en absoluto su encanto) y a todo el resto de olores que se veían multiplicados con su presencia, como el de la retama o el de las flores de primavera. Si cerraba los ojos todavía le parecía oír el sonido que la lluvia producía al golpetear graciosamente los cristales mientras, a cubierto, se disfrutaba de una taza cargada de café y de un cigarrillo que sabía muchísimo mejor con la lluvia. Veía con nitidez total dentro de su cabeza los cientos de tonos de gris que el cielo era capaz de exponer con la ayuda de los cúmulos de borrasca y, a menudo, le embargaba la sensación de sentirla fresca sobre el rostro en las pegajosas tardes del final del verano. Recordaba a la lluvia como se recuerda a una amante, su tacto, sabor, el dulce sonido de su conversación y su ausencia le dolía como la carencia de sexo con el ser amado. El resto de recuerdos le atormentaban menos pero el fantasma de  la lluvia le perseguía y le martirizaba como un espíritu que vuelve para no dejar vivir a su asesino. La Tierra tenía multitud de rasgos para ser eternamente recordada, pero ni las cálidas playas, ni el sereno mar, ni los campos puros en los que se levantaban regios los olivos eran capaces de competir en sus añoranzas con la presencia perdida de la lluvia.
La galaxia, no obstante, estaba repleta de espectáculos inolvidables tales como brillantes nebulosas, soles nacientes, campos yermos y fríos de lo que un día fueron satélites... Uno podría pasarse la vida entera contemplando absorto el infinito desde la escotilla de una nave cualquiera y no sólo no se cansaría nunca, sino que jamás la inmensidad del universo se repetiría una sola vez. Y sin embargo allá fuera, en la negrura sólida entre las estrellas jamás llovía.
Cuando hablaba con sus compañeros de viaje de sus punzantes añoranzas, éstos no parecían comprenderle, ellos preferían al sol, adoraban su disco dorado como paganos cegados por el brillo de oro del ídolo sin pararse ni tan siquiera a pensar sobre ello y, como los paganos, atacaban a todas las divinidades que no relucieran falsamente del mismo modo que la suya, de esta manera le hacían bromas sobre sus preferencias de la lluvia y le recordaban que lo que mandaba era el sol, aquella sólo aparecía si se lo permitía el segundo. Con el sol, mantenían sus compañeros, podías hacer lo que quisieras bajo su atenta vigilancia, no había límites, pero con la lluvia uno no podía hacer otra cosa que no fuera resguardarse de su frío abrazo y rezar a sus dioses para que cesara cuanto antes.
Seguramente había sido él mismo quien había teñido de un tinte religioso las conversaciones, quien se había imaginado, en las altas cumbres de la atmósfera, una batalla entre panteones enfrentados. Muy probablemente sus compañeros tan sólo estaban pasando el rato entre las horas de trabajo y realmente no eran sacerdotes del gigante dios amarillo que relegaba a la clandestinidad a su adorada lluvia. Tal vez tan sólo querían reírse un poco con él y por eso le decían todas esas cosas tan terribles sobre la lluvia. Pero una cosa era cierta, hablando con la gran mayoría de sus compañeros de navegación cada uno echaba de menos unas cosas y nunca la lluvia era una de las elegidas. A pesar de la distancia, a pesar de su ausencia la lluvia no era apreciada. Le decían que era lógico, que metidos en una nave metálica, atravesando una inmensidad de oscuridad fría, lo primero que se echaba a faltar era el sol, algo que te calentara los huesos, que te acariciara el pelo con dedos suaves y que te provocara una sonrisa sin que pudieses evitarlo, ¡ya tendrían tiempo de ver llover cuando volvieran a casa tras la misión!, decían.  No eran conscientes de que la lluvia podía hacer todas esas mismas cosas que pensaban eran exclusividad del sol, acariciarte y provocar sonrisas.
Se echa de menos lo que no se tiene, pero mucho más lo que ya no se volverá a tener, eso te lo podría decir cualquiera, desde quien ha dejado de fumar irremediablemente porque el médico se lo ha prohibido y siente como nunca más volverá a tratar de mantener lo más posible el humo en sus pulmones antes de soltarlo, hasta quien es cruelmente consciente que nunca de nuevo sentirá la caricia de las caderas, el sabor de la boca o el olor del pelo de su amor verdadero cuando éste acaba de dejarle.
Entonces se le ocurrió la solución. Iba a ser terrible, un tremendo sacrificio, pero todos los mártires de todas las religiones los han hecho en honor a sus dioses, así que el no podía ser menos. Su trabajo consistía en una patrulla permanente por los sistemas más cercanos a La Tierra, la última línea de defensa ante posibles ataques. Realmente no solía haber ataques y de haberlos nunca llegaban tan lejos (o tan cerca, según se mirara) por lo que su labor consistía en una ronda nocturna, una eterna ronda nocturna. Los turnos duraban cinco años y tan sólo había comenzado el tercero, sin embargo en este momento de la ronda pasaban lo más cerca posible de La Tierra. No podía divisarse más que como una esfera azul perlada de multitud de agujeritos de luz, no obstante dentro de esa bola que flotaba en la nada la lluvia caería grácil y sensual en multitud de lugares.
Se echa mucho más de menos lo que nunca volverá a tenerse. Si la lluvia no era tan apreciada era porque en cinco años volverían a sentirla. Pero si nunca más hubiera lluvia, su recuerdo permanecería eterno en la memoria, los dioses muertos rigen los destinos de sus pueblos con más fuerza que los vivos.  Fue un movimiento muy fácil, tan sólo extrajo una palanca y pulsó un botón, ni siquiera se escuchó nada sólo se vio un haz de luz que se hizo más y más grande hasta que desapareció dejando de nuevo a la negrura. Ya nunca más habría lluvia, al menos en La Tierra. La multitud de terrícolas desplegados por todo el universo al recordar su planeta destruido para siempre, llorarían también por la lluvia y entonces sería realmente apreciada. La querrían ya del mismo modo que la quería él.

lunes, 11 de julio de 2011

La escritura de la biblia

Pues como siempre que  no se me ocurre qué subir, vamos con el humor ateo. Total, tengo montones hechas desde hace años y no cuesta nada (hasta la primera denuncia, claro)