miércoles, 13 de febrero de 2013

Chimeneas

Hacía bastante que no actualizaba, lo mismo que llevaba sin escribir nada y hace unos meses la buena gente de  Dlorean ediciones puso en marcha un concurso de temática Steampunk para el que, como es habitual, empecé un relato, pero no lo terminé. El plazo ya finalizó hace un montón, pero hoy, releyendo lo que llevaba escrito quise terminarlo aunque fuera brevemente. Aquí está el resultado, por si le quieren echar un vistazo:



Es Saturnalia en Londinum y para conmemorar cómo el concilio de druidas sacrificó hace justamente mil ochocientos ochenta y ocho años al hijo del dios solar bajo el muérdago, las fábricas de armas para combatir a los unionistas del continente Hasllsttático no dejan de trabajar las treinta y cuatro horas del día. Lo harán así durante toda la semana de festividades para que, simbólicamente, el hollín y el humo tapicen el cielo a modo de mortaja y la luz del sol enferme y acabe por parecer uno de los ancianos con enfisema que se terminan de marchitar en los hospitales de benefi-ciencia. De este modo, hasta la nieve cae ennegrecida, mancillada desde su concepción en las macilentas nubes y vuelta a profanar por millares de botas y encallecidos pies descalzos camino de las minas de cavorita. Los autómatas del relojero son muy preciosos y caros para desgastarles en semejantes trabajos, ellos tienen que servir los banquetes opulentos de los lores, calcular la trayectoria de los obuses que crucen el canal de Beltaine y manejar los carros aéreos de puro color dorado. De las minas y las fábricas ya se encargan la miríada de niños huérfanos que los sabuesos de StCrooge dan caza noche tras noche. Aullidos mecánicos y engrasados que se solapan con los silbatos de los agentes de Hibernian Yard. Frío, hollín, bosques de chimeneas naranjas como el hígado de los buitres y el vapor que emana de cada coche y autómata que rueda sobre el pavimento. Londinum es todo eso, una sucia máquina de ladrillos, vapor, ruedas dentadas y hambrientos, que trabajan sin pausa para el sostenimiento de la casta de los lores.
Y sin embargo, bajo la ciudad, en las abovedadas alcantarillas de ladrillo quemado, la temperatura no es mucho más cálida que en el exterior, pero como compensación no huele mucho peor. Aun con todo,  es el modo de viajar más seguro para cruzar la ciudad y mucho más si llevas detrás de ti a todos los niños hambrientos y cansados que has conseguido arrancar, casi literalmente, de las fauces de los sabuesos. Así que, cada cierto tiempo, tengo que parar, darles unas pocas nueces y pasas que llevo en la mochila, pero que hago como que se las saco de sus ateridas orejitas, les canto un par de estrofas de las canciones más obscenas que me sé (al principio cantaba nanas infantiles, pero las letras rijosas tienen mucha mejor acogida) y continuamos nuestro camino, horadando el vientre de la bestia, dejando encima de nuestras cabezas el mugriento río Gull y la torre de las ejecuciones, el murmullo continuo de los fumaderos de saúco, los mercados nocturnos de los duendes y los barrios del gremio de vestales.
- Y este será vuestro refugio, príncipes y princesas – les digo con una exagerada reverencia al pararnos ante una enorme y labrada puerta de roble, encajada entre el ladrillo – Aquí podréis descansar y comer. Pero cuando os reconfortéis os vamos a necesitar, el ejército de liberación Luddita precisará de cada uno de vosotros para su supervivencia.
- ¿Y pondremos muchas bombas? – Me pregunta una golfilla con una vocecita ilusionada.
- Muchas. Bombas de todos los colores y tamaños. En cada autómata, cada edificio oficial, cada fábrica y cada vehículo de vapor. Somos los ludditas. No dejaremos un solo templo megalítico sin su bomba, ni un solo autómata sin estallar.
Una vez que les he enseñado todas las galerías, las salas de entrenamiento, de descanso, las cocinas y las bibliotecas, les dejo a todos bebiendo un humeante tazón de achicoria y me relajo en la sala más tranquila que encuentro para inyectarme la morfina que le cambié a un arruinado detective por un viejo y descordado violín. Ha sido un día muy duro y la morfina me acaricia con sus blancas y frías manos de un modo que consigue que no eche de menos el tacto de una mujer. Me faltaría una sonrisa, pero con los ojos cerrados es casi como si sintiera la caricia en mi rostro mientras el calor recorre mis venas con la velocidad del telégrafo y me puedo entonces imaginar la sonrisa, brillando ardiente  detrás de la oscuridad de mis párpados sellados.

“27” fue la respuesta de la clepsidra procesador. El complicado mecanismo de engranajes, poleas, recipientes de agua y vapor nos había respondido con este número a nuestra pregunta de si era conveniente adelantar la colocación de nuestra bomba en el parlamento. Hubo debates de todo tipo, pero finalmente, los prebostes de la revolución decidieron que la suma de las dos cifras es “9”. Número más alto que resulta de poner el “6” al revés, del mismo modo que nuestra revolución pondrá al revés el sistema y dará lugar a una sociedad mejor. Igual estoy exagerando un poco, lo reconozco, pero fue algo igualmente ridículo. Por supuesto los líderes de nuestro movimiento tenían cosas mejores que hacer, así que me tocó a mí llevar a los chavales más mayores en su primer trabajo de campo, tranquilizarles, revisar todos los artefactos explosivos, repasar una y otra vez las rutas de llegada y de huída y de reincidir en el santo y seña que opera en cada uno de nuestros santuarios repartidos por Londinum.
La ley de Orchram dice que cuando los hilos del destino están enredados para que todo salga bien, la navaja de la fatalidad aparece con sus destellos nacarados para cortarlos de raíz. Esta vez no dejó un solo hilo sin cortar. Con una precisión de relojero, el plan fue fallando desde que pusimos los pies detrás de las puertas de roble labradas, dirigiéndonos al mausoleo de chimeneas que nos esperaba fuera: Primero la ruta preparada tuvo que ser modificada sobre la marcha ya que un asesinato de vestales ocurrido la noche anterior tuvo a los geomantes del consejo midiendo las líneas dragón para ver si el acontecimiento podía tener repercusiones en la historia pasada y futura.
Más tarde dos de las bombas pequeñas, los primeros señuelos que despistarían a las autoridades camino del parlamento decidieron no explotar. No tuve tiempo de mirar la causa, así que me limité a escribir con tiza de colores un mensaje subversivo que sería reportado en escasos minutos y nos permitiría distraer ligeramente la atención. No es lo mismo que unas explosiones, pero una tiza no es tan mala sustituta. Como la morfina para las sonrisas.
Para terminar, uno de los chavales sopló un silbato de plata, no tenemos por costumbre registrar a los huérfanos que recogemos, aunque si salimos de ésta empezaremos a hacerlo, y decenas de sabuesos y autómatas aparecieron por todas partes. Repartí rápidamente pastillas de cianuro con sabor a regaliz entre los chavales por si les fuera necesaria una muerte rápida, pateé al traidor, lancé a un autómata contra un sabueso y corrí, esperando que me siguieran a mí antes que a ellos. Ya no me atreví a meterme en los refugios secretos porque igual ya no eran ni secretos ni refugios, así que callejeé por los peores lugares que recordaba, mientras sangraba profusamente por una pierna debido al mordisco metálico de un sabueso.
Todavía me queda una bomba, la más devastadora de las que preparamos, una dosis de morfina y no me espera en casa ninguna sonrisa. No quiero explotarla en los barrios de trabajadores, así que camino hacia los jardines y los cromlech del centro de la ciudad y de la zona de los lores. Cuántos más me sigan mejor. Los autómatas son caros y los megalitos fueron levantados hace mucho, así que el daño causado será considerable. No tanto como para poder poner del revés al sistema, pero para ladearlo un poco al menos seguro que sí.
He sangrado mucho y estoy cansado, aunque la morfina haga que parezca que me han salido unas alas de paloma y me deslizo por encima del empedrado. Me siento a descansar cuando oigo los ladridos y chirridos. Tengo amigos en la torre de ejecuciones y seguramente haya gente del consejo de druidas que me recuerde, es posible que no me maten ahora mismo. Pero me empieza a dar igual, la droga equipara el frío que siento por la pérdida de sangre y me empieza a importar menos cada vez, porque, con los ojos cerrados, en la penumbra de mi visión comienzo a verse esbozar una sonrisa…