miércoles, 18 de enero de 2012

Las puertas hacia casa

Este también lo escribí hace un montón de años, el otro día me acordé de él y, tras darle un repaso muy, muy ligero, lo subo, para compensar el hecho de que llevo un montón sin escribir.


                                               LAS PUERTAS HACIA CASA.
El suelo húmedo reflejaba esquina por esquina con una precisión casi milimétrica a la ciudad que tenía encima. Él no sabría decir cuál de las dos era la real y cuál un reflejo, pero tampoco importaba mucho, el único lugar real de todo lo que existía era su casa, de la misma manera que el único ser real que poblaba este fragmento dimensional era él mismo. A veces tenía problemas para que las puertas que debía cruzar para volver a su casa se abrieran, eran unas puertas caprichosas y tan sólo respondían a una serie de estímulos sin demasiada lógica, pero ¿quedaba algo lógico hoy día? Llevaba ya mucho tiempo andando, o al menos le parecía que había recorrido un largo camino puesto que sentía los músculos de las piernas totalmente fatigados. Conservaba en su mochila, envuelto en multitud de trapos para que no goteara, el hígado seccionado de una mujer a la que creía haber matado hacía unas horas. Con él, una vez abiertas las puertas de su casa, los sacerdotes que vivían en su sótano serían capaces de predecirle el futuro gracias al avanzado arte de la hepatoscopia. También sería difícil encontrar la escalera de bajada al sótano, entre los millones de puertas que se distribuían a lo largo de un pasillo casi infinito, pero una vez dentro de su casa, una vez abiertas las puertas, su sentido de la orientación intuitivo funcionaría mucho mejor que en la calle que ahora brillaba maliciosa y confusa a lo largo de los líneas paralelas ondulantes.
Los perros le iban indicando con sus ladridos en código binario por donde continuar, aunque los que eran de color blanco solían engañarle siempre que podían, por lo que no acostumbraba a pararse a hablar con ese tipo de perros. La lluvia trataba a su vez de indicarle algo, pero como siempre, ésta no era nada clara en sus peticiones, mataba si se lo pedía, por supuesto, y siguiendo un ritual que se le había indicado, pero luego o cesaba de pronto su caída desde el nivel superior de existencia como si nunca hubiera hablado o no se aclaraba con lo que le quería pedir y hasta le pedía que realizara con los cadáveres ceremonias adicionales de lo más bizantinas. Ya casi nunca mataba cuando se lo pedía la lluvia. Aunque hoy se había sentido generoso y había decidido hacerla caso, siguió todas sus instrucciones, aunque guardó el hígado para sus sacerdotes, y ahora mientras encontraba el camino de vuelta esperaba que la lluvia le dijera algo, cosa que, por el momento, no terminaba de ocurrir.
Se encendió otro cigarrillo con el mechero que se encontró en casa de la mujer a la que había matado hoy, mechero que según le dijo él mismo, provenía de una dimensión paralela donde había incendiado multitud de coches en los que las parejas sudaban y copulaban poseídos por espíritus animales; así que tras quedársele mirando un rato, sopesarlo en su palma cerrada y probar si era capaz de encender rápido, anotó en una parte de su cabeza, la parte que le había sido mutada en un ordenador por los alienígenas que le abdujeron, como algo a realizar en el próximo solsticio, antes de la fiesta de la cosecha.
Ya estaba realmente cansado, quería llegar a su casa como fuera, y, para su suerte recordó una manera que normalmente nunca le fallaba. Fue fácil encontrar un callejón apartado donde un mendigo dormitaba acunado por el dulce y mentiroso canto del alcohol barato, envuelto en cajas de cartón de televisores que ahora mismo estarían sintonizando canales pornográficos. Sacó su cuchillo de monte con punta de sierra de la parte de atrás de su cinturón y muy rápidamente se lo clavó en la garganta media docena de veces, salpicando de sangre profusamente su cama de cajas lo que consiguió, y eso lo sabía seguro, no sabía como pero lo sabía, que durante un instante las televisiones que habían nacido en esas cajas emitieran tan sólo niebla durante unos momentos. Buscando entre su tráquea encontró un par de órganos que no recordaba como se llamaban pero que era capaz de reconocer mediante cualquiera de sus cinco sentidos, se los metió debajo de la lengua, cerró los ojos y dibujó con su mano ensangrentada una puerta de nogal en la pared de ladrillos antaño de color naranja del fondo del callejón. Cuando hubo dibujado el llamador y el pomo, ambos de plomo de calidad, hizo el ademán de cogerlo con su otra mano, la que estaba algo más limpia y, como ocurría la mayoría de las veces, la puerta que le llevaba a casa se abrió por arte de magia. Casi nunca le había fallado esta técnica, el truco era dibujar puertas de nogal, eran las que más rápido se abrían, las de roble, por otro lado, tardaban mucho en hacerlo y siempre con un chirrido la mar de molesto y no quería recordar lo que hacían las de fresno. Con el plomo se conseguía que los muertos que no han dejado este mundo no chillaran para pedirles  misas por las almas del purgatorio.
El pasillo tenía bastante menos polvo esta vez que en las décadas anteriores, los fantasmas de sus amigos se lo habrían limpiado mientras él estaba fuera, así que se quitó la mugrienta gabardina, la colgó en un perchero de hueso de dinosaurio, se deslizó por el brazo la mochila que tenía en los hombros y sacó el paquete envuelto donde el hígado se había convertido en un riñón derecho. A veces pasaba, los órganos que metía en su bolsa mágica se transformaban en otra cosa a no ser que pensara continuamente en ellos, y era muy difícil realizar el largo camino a casa repitiendo como un mantra: Hígado, hígado, hígado, hígado.... Así que volvió a meterlo en ella con la esperanza de que, en el tiempo que tardaría en encontrar la puerta del sótano, se hubiera vuelto a convertir en un hígado. Y si no, pues tampoco importaba demasiado, ya tendría tiempo de encontrar otro para los rituales hepatoscópicos, y el riñón estaba mucho más rico que el hígado de cualquiera de las maneras en que se preparara. 
Los cuadros en las paredes, los de sus ancestros, los pares de la divinidad, le saludaban según pasaba delante de ellos con estruendosos vítores y aplausos con sus manos planas y polvorientas de lienzo pintado. No importaba en que puerta se metiera, daba a otro pasillo de condiciones muy similares, aunque en una dimensión tangencial, sutilmente alejada de la que acababa de abandonar. Miró un par de veces por entre los pliegues de su mochila, el hígado seguía siendo un riñón, pero eso era porque no paraba de mirarlo, así que al llegar al  montacargas, lo dejó en él, envuelto todavía en los trapos, para que cuando llegara al sótano ya fuese de nuevo el hígado que siempre había sido.
Como encontró primero el cuarto de baño decidió que lo mejor sería darse una ducha antes de bajar a conocer las predicciones de los augures, así que se desnudó, se metió en la ducha y abrió el grifo del agua caliente hasta que la arandela de metal oxidada no pudo avanzar más al haber encontrado su tope absoluto, lo que indicó con un quejido ahogado. Sentía con sumo agrado como el agua ardiendo exterminaba a todos los gérmenes de su piel a la vez que le abría los poros para que la acción del gel de baño de algas tonificante penetrara en su interior una vez libre de la molesta e inútil capa de piel muerta. El vapor ascendía hacia arriba realizando acrobacias en el aire, en oleadas como blancas aves migratorias y empañaba la mampara protectora mientras que las gotas condensadas acampaban en los azulejos gastados por el tiempo, aunque todavía conservaban parte de su esmalte traído de las minas sulfurosas de Urano. Las viejas cañerías bramaban como mamuts agonizando atrapados en pozos de brea solapándose su griterío al del desagüe que engullía el agua mezclada con sangre y barro y cantaba himnos elegíacos al dios misericordioso que le había proporcionado el alimento. Por todos estos motivos adoraba darse una ducha después de matar a cualquiera de los hologramas que habitaban este mundo imperfecto. Cerró los ojos para descansarlos un instante, pero aún así la luz roja del cuarto de baño, del mismo tipo que las que se emplean en los lugares de revelado de fotos, traspasaba con sus infrarrojos sus cansados párpados y acariciaba lujuriosamente a sus pupilas con la intención de incitarlas para que realizaran algún acto carnal excéntrico y desinhibido. Las luces rojas era el problema que tenían. Pero aún así expurgaban de su aura todos los restos de culpabilidad que a veces le colgaban como telas de araña en una preciosa y dorada lámpara oriental.
Se secó con las toallas que recogía de las casas de sus víctimas, algunas de las cuales mantenían todavía el rostro del difunto como sudarios sagrados, mantuvo un instante su cara junto a la huella dejada por aquella persona e inspiró fuertemente recordando el momento de su comunión conjunta cuando le liberó de la prisión de carne mortal. Al rato procedió a arreglarse el pelo evitando en todo momento contemplar su reflejo en el espejo y ciertamente reconfortado se dirigió al sótano puesto que tras la higiene había recordado el camino que le llevaría abajo.
Descendió por las escaleras de hierro forjado, escalón a escalón, acariciando el pasamanos con ternura, aspirando y expirando según el escalón fuese par o impar. El sótano era un lugar francamente frío, donde los millares de goteras destilaban el agua de lluvia y tras filtrarla desde el alto tejado picudo pasando por toda la estructura interna de la casa, formaban abundantes charcos de un líquido con sutiles diferencias a nivel atómico con el agua, era un agua más sabia, preparada espiritualmente para habitar en el sótano de los sacerdotes. Musgos salvajes se distribuían a lo largo de colonias organizadas en férreas y disciplinadas castas, agarrándose con fuerza a las paredes o al suelo, sin indicar en ninguna ocasión donde estaba el norte terrestre para que los excursionistas se perdieran para siempre en las entrañas de la casa y fueran devorados por los monstruos de la foresta. Las viejas calderas sonreían a través de sus puertas melladas dejando entrever el interior de sus estómagos donde las brujas habían cocinado desde siempre niños perdidos en lo más profundo y oscuro del bosque. Todavía se podía oler el aroma apetecible de los niños asados en su jugo y, a veces, si se metía un poco la cabeza en el horno y uno agudizaba el oído, también podía oír cientos de canciones infantiles, aquellas que son eternas y que los niños se pegan unos a otros como el sarampión o los catarros. O ETS, en los grotescos tiempos en los que vivimos. Era casi lo mismo que escuchar el sonido del mar a través de una caracola. Apenas había luz allí abajo, tan sólo un pequeño número de bombillas se balanceaban como piratas abandonados para escarmiento en el cadalso, empujando la luz a izquierda y a derecha según su posición con lo que conseguían que las sombras crecieran o se redujesen con cada palpitación luminosa.
Los sacerdotes le estaban esperando, habían recogido el hígado del montacargas, porque finalmente el riñón derecho se había vuelto a convertir en lo que siempre había sido, y le contemplaron durante unos momentos con caras adustas llenas de seriedad. Tras la pausa dramática comenzaron a hablarle en diversos idiomas ya olvidados en la tierra, en atlante, lemúrico y hasta con los gruñidos guturales y primarios de la antigua Mu. Iban alternando los idiomas, pero él los conocía a la perfección, por lo que no consiguieron amedrentarle, los sacerdotes hablaban por los dioses, sí, pero estaban a su servicio y deberían mostrarle un poco más de respeto. Tal vez si matara a uno de ellos el resto aprendería del escarmiento. Nadie debería mirar a nadie por encima del hombro y mucho menos a quien realizaba una labor tan importante como él. Miró con calma a los lados sin hacer mucho caso a las peroratas resentidas de los augures hasta que encontró, apoyada en una esquina más estrecha que el resto una vieja hacha de leñador del bosque primigenio. No tuvo que ir a por ella, apareció en sus manos y en un instante se abalanzó con ansia contra la carne, huesos y tejidos de uno de los ancianos adivinos. La luz roja del cuarto de baño bajó hasta aquí para iluminar la escena con su manera inigualable, él miró hacia arriba, la sonrió y continúo despedazando el cuerpo destrozado del haruspex más anciano. El resto se deslizó hacia atrás, mirando al suelo, reconociendo su sumisión y desaparecieron entre las sombras. La próxima vez tendrían mucho más respeto y cuidado con él.
Tal vez había sido un castigo de los dioses, no lo sabía con seguridad, pero el hecho era que se encontraba ahora de nuevo en la calle, bajo la lluvia feroz que golpeaba con fuerza como dentelladas de lobo, aullando además de una manera muy similar. Los dioses se habrían molestado por haber acabado con la miserable vida de uno de sus sacerdotes y le habían desterrado de su hogar para que volviera a recorrer un camino de penitencia hasta que encontrara de nuevo las puertas que le llevarían otra vez a casa. Sin embargo o habían sido descuidados o magnánimos porque todavía aferraba el mango de madera, gastado por el tiempo y la sangre, de su hacha. Era lógico que si había pecado con este artefacto, en este mismo objeto estuviese también esta vez la llave de la puerta de regreso.
Cerró los ojos, escucho brevemente a la lluvia, asintiendo con agrado, sabía lo que tenía que hacer, había comprendido e interpretado correctamente las señales, se pondría en marcha ahora mismo, sin detenerse a escuchar ningún canto de sirena ni fondear en ninguna playa poco horadada. Tenía mucho que hacer si quería encontrar pronto las puertas que le volvieran a llevar a casa.