domingo, 16 de junio de 2013

Palabra de seguridad (VII)

Vamos con un avance más, despacito, eso sí. Y a ver si esta vez consigo que no se me desmierde al autoformato, los colores y esas cosas:

Cuando ya hace mucho que el corazón nuclear de los soles exhaló su último aliento y completó la última reacción de su interior dejando paso al frío y a la oscuridad, la luz de las estrellas extintas continúa todavía brillando con apariencia de eternidad en el cielo nocturno; en esa envolvente cúpula de obsidiana que hasta hace poco encerraba a los primates en el barro mientras les tentaba cruelmente con el destello, inalcanzables, de infinitas joyas relucientes, haciéndoles dolorosamente conscientes de que jamás disfrutarían de con su tacto y posesión.  El fulgor resistía allá arriba, incansable y vigilante, velando las armas de todo el universo durante millones de años después de haber desaparecido su origen. La fuente de claridad y calor ya no está, pero la luz sigue viajando por las galaxias, motivando noche tras noche que incontables seres vivos orienten sus sistemas visuales hacia ellas y otorguen un sentido al largo peregrinar de los fotones. 
 
Del mismo modo yo seguía sintiendo igualmente su presencia conmigo a pesar de haberse esfumado hacía ya demasiado tiempo y pensaba que mi amor por ella ardería durante más tiempo que la luz de las estrellas muertas, esa minucia cronológica no sería ni un parpadeo en comparación. Porque no era solo la compañía simulada que me otorgaba el holograma, era la manera en la que aun podía oír su voz dentro de mi cabeza con una crítica irónica cada vez que me equivocaba en algo o sentía deslizarse su risa en el interior de mi cráneo trayendo un festival pagano y alegre a un páramo de huesos tristes y abúlicos. Era también que había momentos en los que llegaba de verdad a oler su pelo cuando abrazaba a la almohada en un cambio de postura a medio sueño o que podía llegar a sentir sus dedos largos y delgados aferrados a los míos cuando estaba sentado en el sofá viendo una película por más que mi mano reposara inerte y vacía en un viejo cojín de cuero desgastado. Era curioso pero me pasaba a menudo que preparaba dos cafés por la mañana, sin darme cuenta, mientras esperaba inútilmente a que ella saliera de la ducha con la toalla envuelta hábilmente para poder secarse el pelo cuanto antes y continuar con el trabajo que yo, seguramente, estaría haciendo tan mal. La red de seguridad con la que contaba para corregir los errores de cálculo en la astronavegación ya había sido devorada por las polillas gigantes y radioactivas se alimentan de las plantaciones de tecnolino de las colonias agrarias exteriores. Mi guardaespaldas personal para los problemas de la vida que necesitaban solución inmediata y serena se había marchado para sacar de la mediocridad a otra alma a base de sarcasmo y golpes en el hombro, de miradas de incredulidad con un meneo calculado de la cabeza y de provocar cierto pánico ante el oprobio de quedar de nuevo mal ante inteligencias superiores a las de tu especie, para quienes no eres más que un cachorrillo aprendiendo a respetar zonas prohibidas de la casa.

Manejar su recuerdo era una labor peligrosa y que requería precisión, no podía acometerse sin unas medidas de precaución porque el resultado no estaba del todo claro una vez se comenzaba con ello. Podía, en ocasiones, llegar a ser un encontronazo impactante, algo muy parecido a descubrir enfrente una ciclópea estatua de hielo, una reliquia pagana tallada por civilizaciones pre-humanas en los albores del mundo, toda brillante, compacta y hermosa; dispuesta para ser adorada entre tambores rituales y muestras continuas de exagerada humildad mortal. Al igual que este bloque colosal, su memoria era algo imposible de pasar por alto en el erial glacial que era mi cabeza. Junto a todo lo anterior, también su frío perenne podría llegar a ser bastante doloroso si ocupaba más sitio en la habitación del que debiera y corría el riego de congelar en una niebla blanca y pesada todo aquello con lo que compartiera espacio, alimentándose del calor de las cosas más pequeñas del entorno para engrandecer su leyenda gélida. Así que en las largas tardes de invierno debería elegir entre encender las estufas del olvido y las chimeneas de las tareas distractoras para calentarme y dejar así atrás los dedos ateridos, el cuerpo tembloroso, las piernas dormidas y el corazón apagado o tratar por todos los medios de mantener el ambiente antártico, para así recrearme de nuevo en su visión perfecta y poder continuar su adoración durante generaciones enteras de pensamientos nonatos y de futuras acciones que no llegarían jamás a encontrar la salida del laberinto que formaban los bloques de hielo que emanaban de ella.