lunes, 29 de abril de 2013

Palabra de seguridad (IV)

Pues parece que estoy más centrado que en otras ocasiones, mira. Dejarlo al final a medias lo dejaré, claro, pero al menos habré avanzado más que otras veces.

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Estaba seria cuando trabaja o si la situación lo requería ¡pero, claro que se reía!, en esas ocasiones el torrente de montaña de su personalidad, fresco y audaz, brillaba con los destellos del oro que arrastraba con fuerza y que un afortunado buscador encontraría río abajo, cuando llegara la calma, y cambiaría su vida para siempre. Era un sonido capaz por si solo de soldar a fuego y al instante las brechas más enormes en los cascos de naves de batalla para después guiarlas hasta un refugio seguro, entre  destellos de  tormentas iónicas que impedirían que los radares enemigos las encontraran. El acorde salvador que te señala el camino entre la oscuridad que juega en mitad de las estrellas.

Por supuesto que el verbalizar metáforas de este tipo delante de ella estaba vedado, siempre decía que despiezar a tu pareja en partes y comparar éstas con cosas al azar de la galaxia era más propio de carnicerías, cuando te vendían que la cola de caimán tenía un sabor dulzón más parecido a la falda de buey que al pollo. No tenía corazón para decirle que eso era otra metáfora. Sin contar con que, añadía y aquí me dejaba sin posible respuesta, los dorados soles son enormes bolas de gases, el mar turquesa está lleno de algas podridas y de criaturas que defecan dentro y que la argéntea luz de las estrellas que adoramos de noche son luces fúnebres, puesto que esas estrellas murieron hace millones de años.

Me dejaba entonces las metáforas para cuando hablaba con mis amigos de ella, uno de mis temas de conversación favoritos, y lo hacía sin tener mucho en cuenta la vergüenza social que suele acarrear tales comportamientos. Ciertamente no era muy apreciada en el grupo de mis amigos, yo ya estaba acostumbrado a medir mis palabras como si tuviera conectado una batería de coche a mis genitales y que se pudiera encender al mínimo error, pero ellos no lo estuvieron nunca. Las parejas de mis amigos menos todavía. Los intentos, educados y con tiento la mayoría de veces, para que dejara cuanto antes a esa zorra eran, sin embargo, uno de sus temas de conversación favoritos.

No obstante eso no nos separó, ni estuvo cerca de ello, puesto que todos aguantamos a las parejas de nuestras amistades con nuestra mejor cara que hemos ido practicando relación ajena tras relación ajena, esa es una de las primeras reglas no escritas de la amistad, que se suele respetar bastante más a menudo que la de acostarse con esa misma pareja.

Los escarceos infieles se suelen achacar siempre a una mirada de motivos, los instintos irrefrenables, el alcohol, el estar pasando una mala racha, necesitar tener experiencias fuera de la zona de confort... Como si no hubiera un momento para la reflexión entre estar hablando tranquilamente, darse cuenta paulatinamente de los mensajes respectivos que están siendo lanzados desde ambos lados de la superficie de juego, buscar entonces un sitio apartado, desnudarse, tomar las precauciones necesarias y proceder a ello. No es tan rápido como apretar el botón para lanzar un bombardeo orbital aunque pueda ser igual de destructivo el resultado. Es verdad que los instintos manejan muy a menudo nuestra nave, es cierto, pero solo si ya hemos permitido más veces antes que tanto el piloto como el copiloto se estén acostando juntos y encima les hayamos pagado la habitación y los preservativos en esas ocasiones. 

Alguna vez me fue infiel, y estoy completamente seguro de que ni una sola más de las que me dijo. Siempre le pedía, por favor, que prefería no saberlo, pero ella insistía en que lo tenía que saber para poder obrar en consecuencia, que me lo debía, era lo menos. Lo haría sin adornos, por supuesto sin descripciones vívidas y de manera aséptica, pero sí que me lo tenía que contar. Si luego no quería o no podía perdonarla era ya una decisión a tomar por mí una vez se conocieran todas las variables.

Es evidente que no perdonarla era impensable, no puedes dejar de perdonar a quien quieres. Y, de hecho, me sentía sumamente agradecido de que después volviera conmigo. Siempre pensaba que yo había ganado, ellos podían haber tenido un excelente momento de sexo casual, pero al final yo dormía con ella, estaba con ella cuando me levantaba y era el espectador privilegiado de su tenue caricia de buenos días, nos tomábamos el primer café de la mañana juntos, el más importante y dulce de la jornada, elegíamos entonces los atuendos de batalla, afilábamos las armas y nos conjurábamos para afrontar el día espalda con espalda como los dos últimos guerreros en una colina. No podía desear un mejor compañero para estar en el campo de minas y bajo fuego continuo que era la vida. ¡Jodidos perdedores!, levantad la vista a esa colina, miradnos y después decir que yo no había ganado.


jueves, 25 de abril de 2013

Palabra de seguridad (III)

Pues, oye, llevo un par de días que me ha dado por retomar el blog con cierto ánimo. Además ya se me ha ocurrido un título para el relato con el que estaba. Trataré ahora de editar las entradas anteriores donde aparecía como "Inicio de historia sin título alguno" por el nuevo: "Palabra de seguridad". Si no puedo, ustedes ya se habrán dado cuenta, seguro.
Y voy a a ver también si cambiando el estilo de fuente se ve de manera más vistosa o al menos se diferencia mejor la presentación del relato.

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“Algoritmo”. Esa era la palabra de seguridad que empleábamos cuando alguna vez los juegos de sumisión se presentaban en nuestras relaciones sexuales. Como las súplicas y quejas son una parte importante del pasatiempo sin que eso implique que haya que detenerse, es necesario escoger con cuidado una palabra que sirva para que nada más pronunciarse se pare de inmediato. Lógicamente esa era una palabra que difícilmente aparecería por sí sola en aquellos contextos y que era bastante más neutra que otras con más carga semántica como podrían llegar a serlo los nombres de planetas, animales o de alimentos. Que luego las palabras se asocian con mucha facilidad y nadie quiere que al oír una palabra cotidiana delante de los jefes te asalten reacciones físicas condicionadas. En recuerdo esa fue la misma palabra de seguridad que programé para que el holograma se detuviera si alguna vez precisaba apagarlo con celeridad. No cabe duda que adoraba volver a tenerla a mi lado, aunque fuese de forma artificial, pero a veces, tanto porque, al igual que ocurría con la auténtica, durante un momento dejaba de ser agradable el nivel de vapuleo, como porque realmente me daba cuenta de que ni era ella de verdad, ni nunca volveríamos a compartir nada, necesitaba salmodiar esa palabra. Cuando aquello ocurría no me quedaba tan solo que musitar “algoritmo” y los ceros y unos que la componían se esfumaban más allá de las barreras de la percepción humana, iban a hibernar a donde sea que habiten los recuerdos de los reyes conquistadores y las crías indefensas de los animales mitológicos.

Acababa de pronunciarlo, pero no con la fuerza vehemente con la que se ejecutaría un exorcismo, ni tan siquiera como cuando al caminar bajo una tormenta sin cobijo a la vista pretendes ahuyentar a los relámpagos con la voz, sino más bien como un ruego desganado y antes de poder siquiera parpadear, el holograma ya no estaba. Por lo menos podría haber dejado ese curioso post-efecto óptico que los fogonazos dejan a veces en las retinas y que brillan bajo los párpados como luces pasajeras en la pantalla de un cine de verano. La de verdad, sin embargo, hubiera dejado un agradable rastro de aroma que se hubiera hecho fuerte en la habitación y habría matado a un par de rehenes antes de arrojarse por la ventana, del mismo modo sus pisadas se hubieran hecho más fuertes y alguna puerta hubiera cometido el terrible error de estar allí parada para poder ser cerrada  bruscamente con elevadas dosis de teatralidad.
Sin la voz del holograma, los sonidos escondidos en la estación salieron poco a poco de su escondrijo, los incansables sistemas que filtraban el aire, el crujir de la estructura de metal enfrentada a la presión y la temperatura del satélite, los cientos de contadores luminosos que mantenían activa toda la base… Ocurría como en la selva, en los instantes de la puesta de sol, cuando la leona dormita y los pequeños animales se atreven a asomarse tímidamente agradecidos de seguir con vida un ciclo más. En esos momentos, bañado por la lluvia de Perseidas de los sonidos a los que había sido sordo hasta hacía instantes, era algo más consciente de que estaba realmente solo, en una base de exploración construida rápidamente por el presupuestario más bajo (lo que tratándose del ejército son palabras mayores) en un pequeño asteroide que no dejaba de dar vueltas obedientemente a un planeta cuya casta guerrera llevaba siglos en el trono y que de mis indagaciones podría depender que entráramos en guerra con ellos o no. Si algo salía mal podría proferir todas las palabras de seguridad que quisiera que no serviría de nada, tan solo podría aspirar, si era lo suficientemente rápido, a una huída a velocidad media en una pequeña nave con poca autonomía y sin capacidad para realizar un salto cuántico.

La dinastía reinante decía descender de una legendaria reina Zagrovia, de la que hay recopilados varios cantares, y habían llegado al trono porque eran numéricamente más y además más bestias que los otros hatajos de nobles que combatieron por él. El lema de su escudo decía algo así como, todavía los volubles matices del idioma se me escapan, “la violencia abre todas las puertas y todos los corazones”. Un hacha y una cerradura plateadas en un campo de calaveras sobre fondo negro. Ya habían conquistado algunos otros planetas, éste era el mundo trono, el centro del naciente imperio, aunque el resto de planetas eran escasos y estaban diseminados por el sistema, no siendo más que unos virreinatos nominales con más independencia que otra cosa. Sofocar rebeliones es un trabajo muy cansado y sacrificado cuando puedes estar matando gente en tu propio planeta sin tener que irte más lejos y gastando menos combustible. Sinceramente yo no acababa de ver el peligro que supondrían para la coalición terrestre, aun en el caso de que entrásemos en guerra, pero tanto los psíquicos como el estado mayor sabrían. En el ejército, aun en el más laxo y autónomo cuerpo de exploradores, no se hacen preguntas si no quieres que te respondan lo que sabes que te van a responder.
-         ¿Me quieres? – Le preguntaba alguna vez.
-         Aborrecerte no te aborrezco, eso te lo reconozco. Y alguna vez, cuando la luz es tenue y estoy de buen humor, me eres hasta simpático. Yo me quedaría con eso como un triunfo a celebrar.- En este caso la respuesta no siempre era la misma, pero solía ser algo muy similar. De nuevo no me importaba, la sonrisa que creía percibir, emboscada detrás de su rostro serio, con el índice en los labios como indicando que me callara, que era una sonrisa secreta, pero que ella no se enterara, valía más que todas las afirmaciones pedestres repetidas a lo largo de la Vía Láctea y bastante más que todas las respuestas ñoñas desde ahora hasta que el big bang se reiniciara de nuevo.

martes, 23 de abril de 2013

Palabra de seguridad (II)

Hace un tiempo, de hecho un año, en Abril de 2012 comencé una historia que tenía en mente sin título ni nada. Busquen abajo si lo desean releer que ahí está, lo he comprobado. Hoy he escrito un poquito más. Es muy poco, pero a ver si así, poco a poco voy retomando lo de juntar letras y más hoy que es el día del libro.

P.D. Que, la verdad, en el word  parecía algo más, ya lo dejo solo por no borrar la entrada.

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Hay quien dice que las experiencias nos esculpen, que del inerte mármol nacarado, o el rudo granito, según cada caso, pueden sacarnos o La Piedad de Miguel Ángel o un montón de gravilla diseminada por el suelo del estudio o del museo de arte moderno. No es por darle más importancia de la debida en el resultado actual, pero creo que mi experiencia con ella llegó a esculpir casi por completo las líneas generales de la escultura que soy hoy día: Una forma algo abstracta, que no llega a comprenderse al primer vistazo, con bastantes áreas rugosas, abundantes oquedades de las que ya es imposible adivinar a dónde fue a parar el material de origen y, todo sea dicho, alguna que otra zona que ahora brilla con un magnífico pulido, allí donde posó su mano y su sonrisa cinceló la piedra con pericia.
-          Luego entonces ¿consideras que sería más prudente tener más información antes del descenso y el primer contacto? – Pregunté tras un rato de silencio incómodo, algo menos incómodo de lo que hubiera sido con la de verdad porque el holograma no podía mandarte a dormir al sofá cuando decidía unilateralmente que la discusión había terminado y ella había ganado. Lamentablemente en esos casos no existía una organización que velara por los derechos de los prisioneros de guerra y que dijera que privar a alguien de dormir una sola noche abrazado a ella, una noche sin sentir su corazón latiendo tan al lado de ti que podías imaginar como cada latido estaba dando vida a dos personas y sin poder estrechar con los tuyos sus pequeños y fríos pies, que tiritaban como glaciares primigenios que albergaran el secreto de la vida; no había nadie que legislara que quitarle a alguien todo aquello debería estar prohibido por todos los tratados bélicos de las civilizaciones galácticas conocidas por la humanidad.
-          Muy inteligente no sería, así que seguramente hubiera sido el hilo de actuación que hubieses tomado de no haberme preguntado. De nada.
-          Menos mal que te tengo.
-          Pues sí, si no habrías terminado deshidratado y violado en cualquier campo de asteroides hacía ya bastante.
-          Ahora en serio, sí que deberíamos saber bastante más. No quiero ser yo la causa de que entremos en guerra con ellos por un mal encontronazo nada más llegar. La información que ofrecen los psíquicos es lo que tiene.
-          Igual una guerra les interesa y por eso han enviado al más inútil que tenían en nómina.
-          Te quiero – Dije sin haber procesado mucho esa última frase y confiando más en el imperceptible destello de sus ojos que solían ser en la mayoría de las veces el desencadenante de una sonrisa. No lo eran siempre, pero ya llegué a condicionarme cada vez que creía percibir ese pequeño brillo repentino y fugaz detrás de sus ojos oscuros. Pequeños fuegos fatuos en un pantano, capaces de lograr hundir a cualquiera que tratara de seguirlos sin el más preciso de los cuidados.
-          Claro. ¿Cómo no?