jueves, 16 de enero de 2014

Espartero exterminador de monstruos, capítulo 7

Pues he tardado pero ya está el séptimo capítulo (borrador, en realidad, que le quedan algunos retoques) de Espartero. Ya nos metemos en la segunda parte de la historia, el segundo acto, si nos ponemos técnicos. Vamos con ello:



CAPÍTULO 7: EN COMPAÑÍA DE LOBOS.

La contienda ya había estallado y no quedaba modo alguno, ni tan siquiera un resquicio, que permitiera excusarse ahora pretendiendo que no se había querido ofender a la señorita, presentar sinceras disculpas aliñadas con genuflexiones y retirarse en cuanto el criado te trajera el bastón y los guantes. Una vez que salpica el suelo la sangre de un joven abatido por otro a quien ni conocía previamente y a quien hasta ahora no le había deseado ningún mal, tan solo queda tratar de ser del bando que más alimente la tierra con cadáveres enemigos.

Por su fuera poco tener que lidiar con Zumalacárregui en el norte, que si bien era cierto que le estaba costando bastante más hacerse con las grandes ciudades que como se había ido haciendo hasta el momento con todas las zonas rurales, ahora también otro general, Ramón Cabrera, se había sublevado por Levante y a un alto mando isabelino oligofrénico, valga la redundancia, no se le ocurrió otra idea mejor que mandar fusilar a su madre para demostrar que la traición se paga. Ignoro con qué tipo de apoyos sobrenaturales contará el Tigre del Maestrazgo, ya habrá tiempo de enterarse, de momento bastante tengo con ocuparme del norte de la península, del aquí y el ahora, dónde mi batallón puede empezar a tener problemas serios de verdad en medio de este valle nevado.

-          Son huellas de lobo, en efecto.- Me comunica orgulloso el capitán de exploradores, como si hubiera descubierto una especie de animal desconocida para la ciencia, cuando es algo que cualquier hijo de pastor aprende a los cuatro años. – Y son bastante grandes, y numerosas, además. Una manada de lobos de gran tamaño no debe andar muy lejos de por aquí.

-          ¡Qué haces, insensato! – Le grito mientras le agarro la mano que iba directa a la boca tras coger un poco del agua que almacenaba la huella más grande.

-          Solo iba a beber un poco de agua, mi general. – Se excusa casi tartamudeando.- Siempre se ha dicho que beber agua depositada en la huella de un lobo da suerte.

-          ¡Cómo va a dar suerte, botarate!, para empezar, ya deben haber bebido de ella todos los bichos del bosque y algunos hasta habrán marcado el territorio. ¡Lo menos que puedes pillar es la rabia! – Me abstengo de comentar que además beber directamente del agua de una huella de lobo es uno de los métodos más fiables para convertirte en licántropo.

-          ¡Mi general!- Me llama a mis espaldas uno de mis hombres- Hemos encontrado los restos del batallón perdido, están…

-          Muertos, sí. Lamentablemente era lo que esperábamos.

-          Pero es que… Además están…- “devorados”, termino mentalmente la frase mientras le hago callar con un gesto de mi mano, indicando que lo sé y que ya voy para allá, que ha dejado de ser su problema. Con ese simple gesto respira aliviado.

Debajo de unos árboles cuyas ramas sostienen con esfuerzo unas costras de nieve helada, tan rígida como la mortaja de un leproso, los restos del batallón se extienden por un pequeño claro, alrededor de una hoguera totalmente consumida. Los desastres de la guerra pintados por Goya son una estampa de un catecismo infantil comparado con esto.

-          Les han devorado los lobos.- Sentencia solemne el capitán de exploradores, con su don innato para señalar la evidencia.- Que el señor les tenga en su gloria.

-          En su gloria no sé si estarán, pero en el estómago de unos lobos seguro.- Tras callarme unos segundo, me doy la vuelta para dirigirme a todos- Por eso, cuando ordeno que no se enciendan fuegos no es por que me guste que se os congelen las pelotas, es porque las hogueras atraen a los lobos. Y si no tenéis más remedio, si os digo que entonces queméis raíces de acónito en ellas es porque el olor de la combustión repele a las fieras, no porque mi familia tenga una herboristería en la calle cuchilleros.

-          ¿Su familia tiene una herboristería en la calle cuchilleros? – Pregunta, cómo no, el capitán.

-          Era... Una forma de hablar.- Seguramente el acónito quemado no haría más que hacer que los hombres lobo se lo pensaran un poco antes de acercarse a la hoguera ante el miedo de que realmente tuviesen acónito contra ellos, sobre todo porque lo dañino para ellos es la flor y no la raíz, pero el humo de una hoguera llega lejos y por lo menos ocultaría todos los otros olores que lleva un destacamento militar con ellos y que para los licántropos equivale a la promesa de un banquete en el Valhalla.- Tengo que comprobar una cosa, mientras que todos los exploradores salgan a dar una batida y busquen cualquier cosa que os parezca extraña. Avisadme cuando lo veáis.

-          ¿Algo extraño como qué?, mi general.- En esta ocasión, debo reconocer que la pregunta del capitán es más o menos pertinente.

-          Lo sabréis cuando lo veáis. – Porque decir “lo que parecen pieles humanas bien colgadas de una rama o bien recogidas debajo de unas raíces” no me haría quedar muy bien delante de la tropa.- El resto, armas a punto, preparadas para disparar a la primera de cambio. Los lobos pueden volver a atacar en cualquier momento.

Vengo preparado para casi todo lo que Zumalacárregui pueda lanzarme, así que saco de mi mochila un gran cirio pascual consagrado, lo enciendo y, tras esperar un poco, vierto unas gotas de cera sobre la culata de mi fusil. Es un truco que me enseñó un abad de Normandía y que suele funcionar con algunos tipos de hombres lobo. Aviso al resto del pelotón para que vengan a hacer lo mismo, con la excusa de que dará suerte, la infantería es mucho menos supersticiosa que la marina, pero nadie dice que no a cualquier cosa que otra persona diga que da suerte, siempre que no suponga riesgo para la integridad, ni haga quedar en ridículo.

-          Se acerca el invierno. – Vuelve a sentenciar el capitán mientras tirita.

-          ¿Por qué les ha dado a todos este año por decir esa chorrada de frase? ¡Se ha puesto de moda hasta en palacio! ¿Qué espera la gente que llegue en noviembre, la primavera?- Me distraigo solo unos segundos al girar la cabeza hacia él, pero es lo suficiente para encontrarme un lobo gigantesco en pleno salto y casi al lado de mi cara en cuanto vuelvo a orientarla hacia donde debería estar mirando.

Mi instinto militar no me falla y disparo al animal justo en el pecho, un poco por debajo de sus fauces abiertas y negras como la entrada a un mausoleo. Oigo más disparos que siguen al mío, pero entrelazados, como en un baile palaciego o en unos tapices, con aullidos de lobo y humanos. No me quedo a mirar como ha quedado mi lobo y ni siquiera veo cómo ha caído, le doy por muerto, me giro sin mirar atrás, recargo y continúo disparando contra el resto de la manada. Los estallidos resuenan por el valle y hacen que la nieve de las ramas caiga asustada sobre nosotros y de repente la quietud que vivía feliz aquí se ha tornado en una algarabía frenética. Cinco lobos han sido abatidos y solo hemos de lamentar dos bajas en nuestras filas, bueno, yo también lamento que no haya muerto el capitán, pero es una maldad mía. La enorme ventaja es que los muertos son definitivos y no hay nadie con mordeduras ni arañazos. Si son el tipo de licántropo que creo que son el mordisco no convertirá a nadie en uno de los suyos, pero es mejor no correr riesgos.

-          ¡Vaya lobos más grandes!, ese casi parece un pony.- Ríe un soldado con el nerviosismo posterior al haber sobrevivido a un encuentro con la muerte.

-          Y nadie parece volver a convertirse en humano.- Comenta otro de ellos, el que parece más joven,

-          ¿Cómo dices, soldado?- Le pregunto con un tono autoritario. Con un tono autoritario y un rango militar por encima de cabo, puedes entrar en cualquier parte y conseguir que la gente te cuente casi todo. Yo he conseguido intimidar a secretarios reales y hacer que me trajeran el café y todo.

-          Es que… verá, señor, sé que son tonterías, pero es que entre la tropa se cuentan cosas raras. Y además, mi abuela, cuando se enteró que me vendría a los bosques del norte, me estuvo contando historias sobre lobisomes y  brujas.

-          A las abuelas hay que hacerlas caso siempre.- Y con esta aseveración parece que se cierra la ronda de preguntas sin que tampoco haya tenido que contar la verdad, ni que decir tampoco ninguna mentira.

Mis sospechas se confirman cuando al cabo de poco llegan los exploradores, quienes han regresado lo más rápido que han podido en cuanto oído los disparos. Como  también venían nerviosos por lo que han visto es necesario un momento de asentar la cabeza, así que tras un cigarro rápido, juntar entre todos los restos desperdigados de los dos cadáveres para enterrarlos con posterioridad y sentir como fluye la conexión entre supervivientes creando un lazo que será difícil de romper, me dispongo a continuar con el trabajo dejándome guiar hacia lo que ya sé que me voy a encontrar.

Como había predicho, debajo de unas raíces estaban escondidas unas pieles humanas. Diez en total. Extenderlas en el suelo fue algo la mar de raro, diez pieles enteras, desde el cuero cabelludo a los dedos de los pies, con una pequeña abertura en la espalda, lo que parecía estar dispuestas para ser utilizadas como un disfraz de carnaval o un hábito de procesión.

-          Lo mejor será quemarlas.- Dice uno de los soldados sin dar mucho crédito a lo que está viendo.

-          ¿No tenemos nada grande de plata?- Pregunta el capitán mientras aferra con su mano derecha un pequeño crucifijo que lleva colgado al cuello como si quisiera evitar que lo cogiera para meterlo en las pieles al instante. La plata no va a servir en este caso, pero querría una segunda opinión.

-          ¿Qué decía su abuela de un caso como éste?- Pregunto al joven de la abuela sabia.

-          ¿Puedo ser sincero señor?

-          Por supuesto. Conmigo siempre. Lo peor que puede pasar es que te lleves una hostia si es una tontería muy grande, pero te garantizo que al menos te escucharé antes. Y que, generalmente, las ideas de los soldados son mucho más sensatas que las de los oficiales. Además, su abuela ya ha demostrado ser una mujer a quien hacer caso.

-          Mi abuela dijo, y me parecía que chocheaba cuando lo decía, que si veíamos algo así lo que había que hacer era echar sal en las pieles y dejarlas dónde estaban. Pero no sé por qué, ni cómo pudo saber que nos lo íbamos a encontrar.- Buena pregunta, me la anoto mentalmente para contestarla en cuanto pueda.

-          Ya le habéis oído, soldados. ¡Sal en las pieles y a dejarlas en su sitio!- Comando.

-          Pero… ¿de dónde vamos a sacar la sal?

-          La de los huevos duros del avituallamiento.

-          Mi general, es que un huevo duro sin sal está muy soso.

-          Cuando volvamos al campamento os daré sal para curar catorce cochinos y, además, alcohol de los oficiales, que es bastante mejor que el barniz para muebles que bebéis a mis espaldas.- Y así, entre vítores, evito contestar a la pregunta de por qué echar sal a las pieles.

Loup-garou. Uno de los tipos de hombre lobo más peligrosos que existen, porque no son pobres diablos que por una maldición o un arañazo se convierten en animal cuando brilla en lo alto de la noche la luna llena. Ellos son lobos, lobos extremadamente crueles e inteligentes, descendientes de una especie que se pierde en la prehistoria, cuando el fuego era el único aliado de los primeros hombres y cuando las leyendas podían salvar más vidas en una tribu que un arsenal de hachas de piedra. Todas las historias de monstruos en la noche, de criaturas que se alimentan de los hombres, del terror a la oscuridad y de la necesidad de no salirse nunca del camino nacen con ellos.  Son lobos que se visten con pieles humanas para caminar entre nosotros, para engañarnos, distraernos, conseguir llevarnos a su guarida… Y mientras lo hacen disfrutar del olor de la carne y la sangre que gozarán en breve. Eso significa que por la zona, en algún pueblo, habrá un grupo de aldeanos que no son lo que parecen. La sal les matará en cuanto vuelvan a ponerse la piel y de una manera dolorosa. En realidad debería hacerse al revés, echar la sal en las pieles de lobo y no en las humanas, pero espero que sirva lo mismo, la magia es como las recetas de repostería, se hacen igual siempre porque existe el miedo de que el soufflé no salga bien si se realiza aunque sea un paso ligeramente diferente. La parte negativa es que no creo que se vistan todos a la vez, así que solo morirán los primeros, el resto se molestarán mucho, se verán acorralados y seguramente lancen un ataque directo contra nosotros, pero si nos atrincheramos en el pueblo podremos con ellos, al menos ya no podrán engañarnos haciéndose pasar por humanos.

Así que enterramos a los muertos, digo unas palabras de ánimo y, tras mirar el mapa, nos dirigimos al pueblo más cercano para terminar con esto.

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