martes, 7 de mayo de 2013

Palabra de seguridad (V)

Pues la cosa va avanzando poco a poco, de hecho creo que es el relato en el que he llegado a escribir más partes, los demás los he dejado antes. A ver si ya voy acabando lo que empiezo, que dicen que es de niños mayores:
(Y por cierto, hoy blogger ha desmierdado lo suyo y me ha costado horrores publicarlo, a veces me salía negro, a veces blanco... ¡y yo no tocaba nada, se los juro! De hecho creo que los párrafos y la fuente  los ha puesto como le ha rotado...

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A menudo madrugaba para adelantar el trabajo teniendo así la cabeza más fresca y dispuesta, lo que mejoraba considerablemente el rendimiento. El trabajo previo a que la nave de exploración incluso despegara comenzaba meses antes y resultaba de vital importancia, ya que, si bien, los listados interminables de niveles de elementos potencialmente tóxicos en los planetas a explorar son un trabajo mecánico, hay que realizarlo sin cometer el menor fallo. Luego si no tendría dos problemas, uno en el descenso, cuando una coma de más en una tabla significara tener que abortar toda la misión ante un posible riesgo de muerte de todo el equipo, pero podría ser peor, si ella los cogía antes y había errado en algo tendría que aguantar sus correcciones y sus miradas de suficiencia cuando los revisara, ojos muy abiertos, cejas levantadas imperceptiblemente y la sonrisa ladeada de un depredador que se dispone a jugar en breve con la comida. A veces me pasaba, pero sobre todo en esos momentos, cuando me miraba fijamente, y sentía sus ojos como dos rayos láser inmisericordes escudriñando todo mi ser y adivinando de manera pormenorizada los más ínfimos secretos que hubiera podido afanarme en esconder con mucho cuidado en circunvoluciones cerebrales que creía desiertas y sin tránsito. En esos casos mi corazón perdía la compostura y se lanzaba frenéticamente contra el esternón, sin tener muy claro si pretendía huir o actuaba como quien se golpea la cabeza repetidamente contra la pared por sentirse idiota. Y es que me ocurría a menudo con ella delante, mi C.I bajaba en picado hasta situarse dos desviaciones típicas por debajo de un Homo habilis, y no uno de los brillantes, no, no de esos capaces de hacer maravillas con dos fragmentos de sílex sino de los que arrastran los nudillos y mueren intoxicados al no reconocer las bayas venenosas de las salubres. Su genialidad siempre estallaba voraz y engullía los intelectos menores, a quienes no les quedaba otra opción en la fiesta que retirarse avergonzados a la parte de atrás de la sala de baile para quitarse la corbata y apurar la última copa, sin mirarse unos a otros, antes de buscar la salida trasera. 

En estas tempranas mañanas de trabajo, mientras baremaba los porcentajes de cada elemento y lo contrastaba con los de planetas conocidos, cada cierto tiempo paraba todo lo que estaba haciendo tan solo para mirar como continuaba durmiendo. A veces me quedaba largo rato contemplando muy quieto desde el umbral de la puerta del dormitorio, hasta que el amanecer entraba por la persiana a medio cerrar sin hacer ruido, con suma dulzura, de puntillas y con los zapatos en la mano como si él tampoco quisiera despertarla para no arruinar ese momento de suprema belleza cósmica. Entonces resonaban los cuernos de combate y una batalla de perfección daba comienzo en ese momento en el dormitorio, la luz de un nuevo día compitiendo contra la de su rostro con los ojos plácidamente cerrados. Su pecho subiendo y bajando en el cofre enjoyado de sus costillas enfrentado a las sombras de la noche retrocediendo despavoridas ante el sol y al brillo reflejado de los muebles de metal. Pero el amanecer no tenía nada que hacer, por más que lo intentara la criatura (y lo intentaba todos los días), jugaban en ligas diferentes. No existía nada más hermoso en toda esta dimensión. Y apostaría a que también en otras dimensiones la batalla estaría igual de desparejada. 

El holograma podía fácilmente programar para que se acostara a mi lado también, pero en esto el holograma era todavía un sustituto mucho más pobre, la cama no cedía, si estiraba sus pies para que se los calentara simplemente me atravesaban, no olía a la fina capa de crema hidratante que se aplicaba para dormir, si alargaba mi brazo para rozar su mejilla con las yemas de los dedos, nada acariciaría… Ahora los rayos de sol, técnicamente luz artificial que generaba la estación para simular ciclos terrestres y que no se vieran afectados los ritmos circadianos, tenía la contienda mucho más fácil, porque ya la lucha era entre dos hologramas, ceros y unos de diferente disposición tratando de ser más luminosos, pero solo conseguían con sus espadas de madera que el recuerdo de las luces pasadas y reales brillara con más fuerza y casi pudieran verse a lo lejos, en las profundidades y simas de la cueva de los recuerdos. El amanecer artificial entonces se envalentonaba viendo que sí que podía competir con una habitación desastrada y se dedicaba a iluminar hasta el último de sus rincones con cierto aire de revancha.

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