jueves, 7 de noviembre de 2013

Espartero exterminador de monstruos, capítulo 2

Pues venga, segundo capítulo de la cosa ésta. He intentado poner el icono de "Creative commons" pero no he sido capaz. Pero, vamos, que se permite la reproducción (faltaría más) siempre que se diga la autoría y esas cosas.



CAPÍTULO 2: MIENTRAS, NIEVA EN EL NORTE.
Había nevado mucho durante toda la noche, sin hacer ningún ruido; pero al igual que tras un largo y húmedo beso que nos llena la boca cuando nos sorprende sin ser solicitado, había conseguido, una vez finalizada su labor, rendir a sus pies todo lo que hubiera tocado, lo que consistía en cualquier cosa que el ojo alcanzase a ver. Una estola blanca de brillante armiño arropaba a todo un bajo universo de raíces de árboles, pequeños arbustos, piedras milenarias que fueron talladas cuando La Tierra comenzaba a gatear, caminos forestales y confortables madrigueras, ofreciendo la promesa de que nada malo ocurriría debajo de su manto y de que volverían todos ellos a emerger de su abrazo, mientras se frotaban los ojos somnolientos y miraban un renacido amanecer, una vez terminado el invierno. Ahora era el momento de dormir arropados, tranquilos y callados, para que la nieve pudiera proseguir sin sobresaltos, besando por sorpresa a otros valles de más allá de las montañas, como la amante generosa y entregada que era. La nieve tenía corazón y amor para entregarlo con largueza, pero como amante salvaje y primitiva, prefería ser complaciente con la gente sencilla de la montaña, la austera gente del norte y las aldeas puras, antes que con las mugrientas ciudades de costumbres extrañas y veloces.
El frío me gusta, el frío es constante y otorga certeza, hace que el mundo sea silencioso y que las personas más estridentes y sucias se escondan, ralentiza el paso del tiempo, alarga las inspiraciones y exhalaciones como si fueran solos de viento en una sinfonía y envuelve cada momento del día en una joya congelada que se preservará impertérrita durante largos meses. Las bajas temperaturas agudizan los sentidos y preparan los músculos para que cuando llegue la primavera estén listos para ser disparados como resortes recién liberados. El invierno es como el instante previo a la batalla, cuando contemplas desde el cerro a las formaciones enemigas, les saludas marcialmente desde la distancia y rezas por sus almas para, acto y seguido, conjurarte con el fin de que sean ellos quienes cenen esa noche con el diablo mientras tú disfrutas del alcohol que les has requisado, sorbido directamente del ombligo de una prostituta de regimiento. Si además el invierno se alía con la víspera de una batalla, entonces ya no existe en tu cabeza nada más que no sea el vaho que se difumina en cuanto sale temeroso de los pulmones, los puntos de calor en las palmas de las manos al acariciar superficies calientes, el corazón marcando el ritmo como en una marcha sobre el pavimento y los destellos como fogonazos de los mejores olores de la creación, como el café hervido en un viejo puchero sobre una hoguera de campaña, a la sombra de los quejigos. Los troncos secos restallan cual latigazos, las ramas de los árboles dejan caer la nieve derretida como si los dioses libaran néctar desde el monte Olimpo para los héroes, hijos del dios de la guerra y entonces sabes que este momento, quieto en el devenir del río de la vida, será uno de los que recuerdes con más agrado en los momentos postreros, bien en el lecho de muerte, orgullosamente rodeado de nietos, hijos y nueras o cuando finalmente una bala de fusil te atraviese el pecho y se cierre con un golpe, y sin aplausos, el telón de todas las batallas por las que caminaste sembrando destrucción.
-          Tío Tomás, su café – Se dirigió a mí con una sonrisa mi cocinero, un miembro indispensable de mi ejército, como juzgaría cualquiera que contemplara mi constitución.- Lo más negro, amargo y caliente que permiten los mandamientos de la ley de Dios.
-          Lo de “tío Tomás” no acaba de convencerme – Repliqué, aceptando una taza de metal que había estado en más guerras que todos los políticos carlistas juntos.- Se qué es un apodo cariñoso, pero si queremos ser considerados un ejército serio tendríamos que ser más formales. Baldomero mandaría fusilar a aquel que osara llamarle “tío Baldomero”. Yo prefiero fusilar a los enemigos, de los que no andamos precisamente escasos. Cada bala cuenta, como dicen nuestros aliados del Maestrazgo.
-          Por eso, con la ayuda de Dios, derrotaremos a los liberales y sus costumbres francesas y desviadas. Cada día se nos unen más y más voluntarios, al estar la verdad está de nuestro lado.
-          En cuanto a los voluntarios… Como todos sean como los últimos… ¿Te lo puedes creer? Recogemos a varios en diferentes aldeas y villorrios, todos dicen estar deseosos de luchar por Dios, los fueros y el rey. Repartimos avituallamiento, armas y unas botas. Les digo, socarronamente, que las botas les tienen que durar toda la guerra porque no tenemos para más. Comenzamos la marcha y tras un buen rato de caminata, echo la vista atrás y veo un sendero de sangre que se extiende detrás de la tropa. Me fijo ¡y veo que todos están marchando descalzos! ¡Y me salen con que como había dicho que las botas les tenían que durar, se las quitaron para no romperlas! ¡Lo próximo será no comer para no tener que cagar!
-          La vida marcial es muy diferente a todo lo que están acostumbrados. Hacen lo que pueden, nadie les ha enseñado a comportarse en un ejército.
-          Así no conseguiremos nada, las tropas liberales ya han llegado a Bilbao y deberemos tomarlo presto o perderemos una de las pocas ciudades grandes del norte, no podemos permitírnoslo.
-          ¿Sabemos algo de nuestro aliado, el conde centroeuropeo? Porque Francia, Gran Bretaña y Portugal apoyan a la reina ilegítima. Necesitamos aliados extranjeros.
-          Hemos recibido su última misiva con nuevas instrucciones y unas cajas oblongas de madera llenas de tierra de su patria. De momento todo según lo acordado. Un café excelente, gracias. Con esto y un orujo blanco ya no hay mañana que se resista.

Me alejo un poco del campamento que ya empieza a desperezarse como un único animal grande y torpe. Todos los olores y sonidos que la nieve había amortiguado comienzan a asomar tímidamente la cabeza. Pero tampoco lo harán mucho, tan solo tantearán con una patita temblorosa y volverán a bajar el timbre de voz con el respeto reverencial que se le debe al bosque en invierno y a un ejército con la razón de su lado. Hora de ir a ver qué tal está avanzando el asedio a la torre de la iglesia de esta villa.
Según avanzamos por el norte, gran parte de la población rural se nos unen. En las ciudades o villas grandes ya es otro cantar, nuestro mensaje cala menos entre ellos, algunos de los nuestros les llaman despectivamente “urbanos”. Sea como sea, inexorablemente, pueblo tras pueblo, los partidarios de Isabel acaban haciéndose fuerte siempre en el mismo edificio, la iglesia. La realidad es que se trata en todas las ocasiones del edificio más alto y robusto de la zona, militarmente tiene todo el sentido estratégico del mundo, pero no dejo de alentar entre mis tropas el pensamiento de que al final han ido a buscar refugio a la iglesia, la casa de Dios, por quien luchamos nosotros. Que a la hora de la verdad no son tan consecuentes como nosotros. Muchos de los cristinos también piensan en que los carlistas, como los chupacirios que creen que somos, jamás dañaríamos una iglesia. Tampoco hay problema, sacamos todos los objetos sagrados, prendemos fuego el interior, les dejamos aislados en lo alto de la torre y, al final, cuando se rinden, los recios muros de la casa del señor permanecen inalterados y solo hay que hacer al final arreglos menores. Suelen ser los capellanes, precisamente, quienes acercan la tea ardiendo con más denuedo. Al final, tienen que saber que si juegan a ver quién es más cabezón han elegido a un contrincante complicado.
En la plaza del pueblo hay un revuelo considerable, los refugiados en la iglesia maldicen desde lo alto de la torre, disparando de vez en cuando algún disparo y mis tropas hacen lo mismo, pero sin creérselo ninguno de ellos, como quién ve un espectáculo de marionetas y grita al cazador que detrás está el lobo con mucho entusiasmo, pero solo fingido, para que los críos se metan en la ficción sin que a ellos les llegue al final que los protagonistas de trapo sean devorados.

Conozco al jefe de los refugiados, Don Cipriano, el alcalde, seguramente la camarilla cristina le habrá asegurado que podrá casar a una de sus rollizas hijas con un ministro de gobernación o un funcionario de alto rango. Porque Ciprianejo, como le conocí cuando combatimos a los franceses, tiene la misma idea de la política nacional que una trucha destripada. Mis seguidores se apartan, me dejan pasar y todos se callan. Acabemos esto rápido. Planto mis piernas, me yergo, hago bocina con las manos y grito con todos mis pulmones y repentinamente.
-          ¡Tú, Cipriano, descerebrado! ¿Qué carajo crees que estás haciendo? ¿A qué aspiras, a que la reina regente venga y te la chupe? ¿Crees que los liberales harán algo por ti cuando acabe la guerra? ¡si estarán todos muertos! – Le grito dejando que mi acento del norte se suelte para dar el gusto a la muchedumbre.
-          Solo peleo por lo que creo, Tomás. La pragmática tiene toda la legalidad, creo que Isabel es la reina legítima.
-          ¡Legítimas hostias te vas a llevar si no te rindes! Si no he prendido fuego ya a la iglesia es por las comidas que hemos compartido y porque sé que alguna furcia de ciudad te habrá sorbido el seso. En el fondo sabes, como yo, que nuestra causa es la justa. – Más vítores y vivas cada vez que acabo una frase.
-          Resistiremos aquí hasta el final. No negociaremos nada.
-          No, si no quiero negociar nada, no te engañes. En quince minutos la torre habrá ardido, recogemos el campamento en dos horas. En menos de un mes tomamos Bilbao y antes del verano estamos en Madrid coronando a Carlos V. Podemos ir contigo o sin ti. No va a cambiar nada.
-          ¿En verano en Madrid?, ¿seguro?- Me pregunta con la voz temblorosa. Ya he hecho mella.
-          Seguro, si no antes. Si vienes estaremos en breve en la plaza mayor comiendo churros.
-          ¿Churros o porras?
-          ¿Perdona?
-          Sí, es que en Madrid lo llaman al revés, a los churros les llaman porras y a las porras churros. A mí es que me gustan más los churros, porras para ellos…
-          ¡Cipriano, coño! En cuanto llegue a Madrid y coronemos al rey, lo segundo que haré será emitir un edicto para que lo llamen todos correctamente.
-          ¿En serio? ¿De verdad? Me rendiré de inmediato y me uniré a ti en ese caso. Eso es una preocupación de un rey auténtico.

He tenido que prometer cambiar en Madrid la nomenclatura de los churros. El infante Carlos lo tiene realmente jodido con los apoyos que le salen, pienso de vuelta al bosque, esperando a que se recoja el campamento y volvamos a marchar. Enciendo mi pipa de madera de castaño, me retiro la gorra militar, reforzada expresamente con un aro de metal para que se mantenga en mi cabeza. Respiro una vez más el aire frío y releo por sexta vez la misiva del extraño conde que dice nos apoyará, y que realmente falta nos hace:

Lugoj. Noviembre del año de nuestro señor 1833
Estimado Señor Don Tomás Zumalacárregui. Le pido disculpas de antemano por mis torpes palabras, pero la bella lengua española no es una de las que hablo con fluidez. Una amable gitana zíngara está teniendo a bien escribir a mi dictado estas sencillas, pero sentidas frases.
Entiendo mejor que nadie lo que se puede sentir al ver cómo tú país es zarandeado por las clases bajas, cuando el respeto a la nobleza de sangre y a los pactos de los ancestros se pierde en una barahúnda de torpes burgueses y proletarios sin el menor amor a la patria. Desde mi humilde posición apoyaré en la medida que me lo permitan mis fuerzas y posibilidades. Mis ejércitos menguados ya no son lo que eran cuando mis antepasados frenaron con fiereza a los turcos y, al igual que sus bravos ancestros de las montañas, impedimos solo con nuestras manos y valor que el Islam penetrara en la culta Europa de los clásicos. Aun así, en el ocaso de nuestro linaje, mandaré a tres de mis mejores sirvientes (tres manos derechas, si me permite la metáfora) y tras su informe me personaré yo mismo para tener la dicha de conocerle y hablar de ese libro al que hacía referencia en sus anteriores epístolas. Y créame cuando le digo que la balanza se inclinará entonces inefablemente a nuestro favor, puesto que ya hago mía su justa  causa. Por Dios, por los fueros y el rey legítimo.
P.D. Tan solo me permito volver a recordarle la necesidad de que en las cajas que les he enviado, y espero hayan llegado junto a esta misiva, permanezca siempre dentro la tierra que con ellas llevan. Es una excentricidad que espero sepa consentir a un noble supersticioso como yo.


                                    Atentamente, su fiel amigo. Conde D.


Excentricidad, sí, seguro. La guerra lleva a formar extraños compañeros de cama. Solo hay que recordar en este caso irte al catre con el cuello tapado, ajos en los bolsillos y una estaca afilada de cedro al lado del orinal.
 

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