CAPÍTULO
3: ENCIMA DE LA PARRILLA
Contrariamente a lo que todo el mundo
piensa, El Escorial no obtuvo su planta como representación de la parrilla
donde tostaron a San Lorenzo. Es una parrilla, sí, pero su diseño sirve para
atrapar el flujo de energía telúrica de la sierra y el subsuelo de Madrid y
emplearla para mantener continuamente caliente la enorme cantidad de magia
necesaria para proteger la sala segura del monasterio. Una leyenda cuenta que
un grupo de acompañantes de Eneas, cansados de su egocentrismo con eso de que
era hijo de Venus y con que sus pedos no olían, le dejaron tirado a la altura
de los Alpes cuando se iba con la idea de fundar Roma en el pantano más sucio
que se encontrara entre las siete colinas, mientras ellos pasaron de largo y
acabaron por asentarse en lo que luego sería Madrid. Desde ese momento siempre
se ha defendido en ciertos círculos que el centro de la península se eligió
como capital del reino de Castilla no tanto para hacerse rico vendiendo
terrenos, como por su potencial en energía mágica. Las líneas dragón del sur de
Europa convergen aquí. Hasta el trepa del duque de Lerma tuvo que rectificar y
volver a traer la capital tras llevársela a Valladolid.
Sea como fuere, Juan Bautista de Toledo
siguió al pie de la letra las indicaciones que le dieron hombres sabios sobre en
qué lugar edificar y cómo diseñar la
planta y se tragó el cuento de la parrilla y la batalla de San Quintín, como
todos los reyes que han utilizado después el palacio y que han acabado
enterrados en él. Yo mismo he ido entregando objetos de gran poder a la orden
secreta de monjes que los guardan bajo llave. Otros me los he quedado yo y los
guarda mi santa en nuestra casa, pero ahora vengo a ver si puedo disponer de
alguno de los que están aquí porque realmente me van a hacer falta. Por si
fuera poco, el Escorial también tiene mazmorras seguras dónde se pudre gente de
lo más interesante. También necesitaré esa ayuda. Creo sinceramente que toda
ayuda será poca, una vez que quedó claro que el viajero no parecía estar muy
por la labor, al menos en los primeros compases de la guerra.
Mientras los rostros de los retratos
colgados en las paredes me contemplan sin importar en qué dirección me
encamine, los ecos resuenan con cada paso que se da en estos pasillos y los
sonidos se amortiguan como si un gato precavido caminara sobre musgo. Hasta la
luz del sol que penetra con respeto reverencial desde los altos ventanales
trata de no iluminar en demasía para no arruinar la atmósfera de calma. La
magia hace que el lugar entero esté alerta, y no puede distraerse con elementos
mundanos como sonidos, luces o colores, de este modo podrá responder mejor
cuando sea necesario ante el menor atisbo de magia extraña. Así pues, entre
colores apagados y sonidos mullidos, camino hasta el monasterio propiamente
dicho en la zona Sur del edificio.
-
Muy
buenas, hermano.- Me dirijo amablemente al joven hermano portero.- Necesitaría
ver al hermano guardián de la llave.- Las órdenes secretas son muy poco
originales poniendo títulos.
-
¡Vaya!
Es la primera vez que alguien pregunta por él. Me dijeron que seguramente jamás
tendría que ir a llamarle, que es un cargo honorífico y que solo se dedica al
rezo.
-
¿No
llevas mucho aquí, verdad? No te preocupes, terminaré pronto con él para que
pueda seguir rezando. Además, no creo que vuelvas a tener que llamarle en algún
tiempo.
El joven monje asiente y me deja
esperando en una sala pequeña con alfombras confortables y un abollado brasero
que parece tan viejo como para que tuviese usos menos agradables en los tiempos
antiguos de la inquisición. No tarda nada en entrar en la sala, casi a la
carrera, un monje extremadamente delgado
y con la capucha enteramente subida. No le puedo ver los ojos, pero sé qué
están llenos de ojeras y bolsas tan grandes como para permitir cruzar flotando
en ellas el Ebro crecido.
-
Baldomero.
Debí adivinar que seríais vos otra vez. Os dije que no volvierais sin la
calavera de Pizarro. ¿A que no la tenéis?
-
Y yo
os dije que se la comió el Chupacabras, no pude hacer nada. Podría engañaros y
traeros otra calavera, pero ese no es mi estilo.
-
Tampoco
nos habéis traído a por lo que os mandamos a Cartagena de Indias.
-
Había
pensado en traerlo hoy, pero como lo voy a necesitar, pensé que era absurdo
traerlo para enseñároslo y volvérmelo a llevar.
-
¿Pero
está en buen estado?
-
En
perfecto. Y además funciona correctamente. Os lo traeré en cuanto ganemos la
guerra. Los Cristinos me refiero, por si vos apoyáis en secreto a los
carlistas.
-
No
seáis así.- Dice rebajando su tono de superioridad.- Ya sabéis que esos objetos
no pueden estar fuera de estos muros, aquí su magia se atempera y se imposibilita
que caigan en malas manos. Es un mecanismo de seguridad, no solo para el reino, para si no para el
conjunto de la creación.
-
Estarán
en las mías, no pueden estar en mejores manos. – Le digo mientras le enseño las
palmas de mis manos y mi mejor sonrisa.- Además, gran parte de estos objetos
los he recuperado yo, ahora tan solo los pido prestados, no para mí, sino para
la pobre reina niñita a la que se le quieren quitar sus legítimos derechos.
-
De
acuerdo. Te iré mostrando algunas de las cosas que te podemos dejar, pero
tendrás que esperar en la antesala y yo te iré trayendo lo que prefieras,
dentro de lo que te podamos ofrecer. Hay objetos tan peligrosos que está
descartado bajo ningún concepto que abandonen la sala segura.
Asiento con la cabeza y me hace bajar por
unas escaleras de piedras estrechas, pero que al menos son resbaladizas y
húmedas. En la austera antesala, en las puertas de la sala segura, una sencilla
mesa de madera sustenta a un candelabro plateado de cuatro brazos y un enorme
códice ilustrado abierto por el capítulo del Apocalipsis. El hermano me hace
sentarme, agarra un inmenso manojo de llaves colgado de la pared y se dirige a una enorme puerta de madera en
el otro extremo de la pared, volviendo al poco rato, apenas me ha dado tiempo a
mirar un par de láminas del códice, con un pequeño librito.
-
Veamos
– Me dice mientras pasa con delicadeza sus páginas,- Veamos qué podemos dejarte para esta ocasión.
-
Tengo
claro lo que necesito – Trato de decir con delicadeza, aunque no sé si lo
consigo, la burocracia y los paripés me suelen sacar de quicio.
-
El
señor sabrá mejor que tú lo que necesitas y eso será lo que te prestemos.
Veamos- Repite- ¿Qué te parecería la espada del Cid, la singular Tizona? ¡Un
arma formidable defensora de la fe!
-
¿Una
espada? ¡Solo un idiota iría a un duelo de pistolas con una espada! ¡Voy a una
guerra moderna no a batirme con un patán porque ha recogido el pañuelo de mi
hermana en los toros. Además, los tiempos han cambiado, estaría bien para el
tamaño del Cid en su momento, ahora sería poco más que un mondadientes.
-
¿Reliquias
de santos, entonces? Los huesos de los santos siempre ayudan llevándolos en un
saquito cerca del corazón y rezando con fervor.
-
¿De
qué santos disponemos?- Pregunto temiéndome la respuesta.
-
Tenemos…
- Y hace que busca en el librito a pesar de saber de memoria todos los objetos
que aquí se almacenan y los que pretende encalomarme.- Los huesos de San
Isidro, ¿Qué te parece? El Santo Patrón de Madrid te vendrá bien en el Norte,
defenderá la causa del palacio contra los sublevados del campo y las montañas.
-
No
creo que me sirva. Ya sabes lo que dicen. San Isidro labrador… Poco mordedor.
-
Hilarante.-
Contesta secamente a mi estupendo chiste y se espera un rato en silencia para
ver si he acabado. - ¿Ya? Bien, pues también puedes llevarte, si prefieres,
parte de la tibia de San Valentín.
-
¿San
Valentín? ¡Ese capullo que casaba a traición a pobres legionarios romanos que
no tenían ni idea de lo que era el matrimonio y en dónde se metían! ¡Como para
fiarse de sus huesos!
-
Las
compañías de teatro han perdido a un estupendo cómico de la legua. Además, os
recuerdo que vos mismo estáis casado.
-
Claro,
pero mi mujer es una joven heredera, toda una belleza y, como estoy en el
ejército, apenas la veo. Venga, hombre, si como sabes lo que quiero y me estás
dando largas, pensaba que querías que te distrajera con alguna chanza.
-
¿Y
qué es lo que quieres entonces? ¿El arca de la alianza? ¿El Santo Grial?
¿Aceite sagrado molido de las aceitunas del huerto de Getsemaní?
-
Una
de las treinta.- Digo patibularimente.
-
Sa…Sa..
Sabes que eso sí que no te lo puedo dejar.- – Esperaba su reacción, pero no tan
acusada. El libro tiembla en sus manos y me imagino un tic acampando para pasar
el invierno en su ojo derecho.- Además solo tenemos dos. Dos de las tres que
quedan en todo el mundo.
-
Pues
aún os quedará una aunque todo vaya mal. La mitad del tesoro podríamos decir,
lo que no está mal. Pero, además, sabes que volverá, siempre vuelve aunque se
retrase.
-
Lo
siento, pero eso es innegociable.
Cierra el libro y se da la vuelta. Pues
nada, a levantar las ramas que lo ocultaban y a disparar con el cañón que he
traído.
-
Abelardo.
A Matilde no le pusiste tantas pegas, ¿verdad? - Ahora sí, ahora ya se le cae
el libro al suelo y él hace lo imposible por no caerse detrás del él. Sin
embargo, y eso se lo tengo que reconocer, enseguida recobra la compostura y
vuelve a hablar conmigo.
-
Muy
bien. Tú ganas. Te daré una de las treinta. De ti depende que vuelva a ti y si
no el mal que haga será responsabilidad tuya.- Lo dice con resignación, pero
casi logra que parezca que ha sido idea suya.
-
Siempre
lo es. Yo, a cambio, trataré de descubrir qué demonio tiene tu alma y veré cómo
se la puedo ganar. Nadie te hará jamás una oferta mejor.
-
Gracias,
en ese caso. Y, recuerda, no la saques de su envoltorio salvo cuando quieras
emplearla y, ¡por amor de Dios, recupérala luego!
Cuando le digo que quiero ir a visitar a
alguien a las celdas secretas casi parece aliviado, él ya no es responsable de
eso y me envía con la tranquilidad que da saber que la granizada ya ha pasado y
que ahora arruinará otras cosechas, pero la tuya ya no podrá echarse a perder
más. Siempre es agradable comprobar que las cosas malas le están pasando a
otro, porque así es menos probable que también te pasen a ti.
Tengo todavía menos problemas para entrar
en las celdas, también he sido yo quién ha traído a la mayoría de residentes.
El último hace pocos años.
Llamo a la puerta con educación antes de
permitir que el carcelero me abra. Rápidamente vuelve a cerrar nada más entrar
yo. La gente no se siente muy cómoda con ninguno de los prisioneros,
especialmente con éste. Un anciano con birrete, de rasgos afilados y una barba
blanca y deshilachada se esmera dibujando un pentagrama en una mesa llena de
papeles a la luz de una lámpara de aceite. Al oír el ruido de la puerta se
descuelga el monóculo y me mira con desconfianza.
-
El
heraldo de las malas noticias ha vuelto. ¿El Apocalipsis es inminente o tan
solo el mío?- Me pregunta con curiosidad.
-
Nada
tan grave como eso, solo el futuro del reino, poca cosa comparado con lo que
nos jugamos a menudo.- Le miento sin inmutarme.
-
¿El
futuro del reino? ¿Del mismo reino que, a pesar de devolver la vida de la joven
reina, me metió en esta celda?
-
Isaac.
Sabes tan bien como yo que la reina estaba muerta y que fue otra cosa lo que
trajiste. Mi intención era tan solo constatar que fue un error y nada
premeditado antes de liberarte.
-
La
historia de mi vida. Todas mis buenas acciones se ven castigadas. Y, por
cierto, ya no se me conoce como Isaac, eso ya pasó, ahora soy Joseph.
-
Isaac,
Joseph, Samuel, Ashevero… Los muchos nombres del errante.
-
Es
el castigo de Dios. Le negué un poco de agua al hijo que él mismo envió a
crucificar, y lo hice por miedo a los romanos más que nada, y mi castigo es vagar
por este valle de lágrimas eternamente.
-
Siempre
he querido preguntarte, ¿de verdad fue solo por eso?
-
Bueno,
eso y que me acostaba con María Magdalena. Pero sobe todo por mis ideas
políticas sobre el estado judaico.
-
Eso
te enseñará a respetar a la hija del enviado de dios
-
¡Pero
si todos lo hacían en Belén! ¡Corrían por ella más fluidos que por el
acueducto! Era como la cabaña de Baba Yaga, tenía patas de gallo y era más
grande por dentro que por fuera.
-
El
reino necesita de nuevo tu ayuda. Y si puede ser mejor que la que le prestaste
a Pedro I sería un detalle.
-
Si
no llega a ser por las Campañas Blancas y Beltrán Du Guesclin, el bastardo del
Trastámara nunca hubiera ganado. Perdí mucho dinero invertido por ello, más lo
sentí yo.
-
Sea
como fuere, este es el plan. Esta misma tarde serás liberado, prepara todo lo
que necesites, consulta a la cábala, convoca la voz de los ángeles o lo que
quieras y reúnete conmigo en el norte. Nos vamos a la guerra.
-
¿Y
después, seguiré libre o volveré aquí?
-
Libre.
Te doy mi palabra. ¿Tenemos un trato?
-
Lo
tenemos. Y creo además que sé cómo ayudarte, solo tengo que contactar con mi
gente en Praga. Pienso retirarme allí tras todo esto. Es una zona mucho más
tranquila.
Estoy seguro que Zumalacárregui ya ha
hecho más aliados que yo, tendrá que bastar de momento. Ahora solo me queda
pasar por casa y despedirme de Jacinta y preparar un ritual de guerra previo. Así
que próxima parada, La Quinta del Sordo.
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