Y voy a a ver también si cambiando el estilo de fuente se ve de manera más vistosa o al menos se diferencia mejor la presentación del relato.
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“Algoritmo”. Esa
era la palabra de seguridad que empleábamos cuando alguna vez los juegos de
sumisión se presentaban en nuestras relaciones sexuales. Como las súplicas y
quejas son una parte importante del pasatiempo sin que eso implique que haya
que detenerse, es necesario escoger con cuidado una palabra que sirva para que
nada más pronunciarse se pare de inmediato. Lógicamente esa era una palabra que
difícilmente aparecería por sí sola en aquellos contextos y que era bastante
más neutra que otras con más carga semántica como podrían llegar a serlo los
nombres de planetas, animales o de alimentos. Que luego las palabras se asocian
con mucha facilidad y nadie quiere que al oír una palabra cotidiana delante de
los jefes te asalten reacciones físicas condicionadas. En recuerdo esa fue la
misma palabra de seguridad que programé para que el holograma se detuviera si
alguna vez precisaba apagarlo con celeridad. No cabe duda que adoraba volver a
tenerla a mi lado, aunque fuese de forma artificial, pero a veces, tanto
porque, al igual que ocurría con la auténtica, durante un momento dejaba de ser
agradable el nivel de vapuleo, como porque realmente me daba cuenta de que ni
era ella de verdad, ni nunca volveríamos a compartir nada, necesitaba salmodiar
esa palabra. Cuando aquello ocurría no me quedaba tan solo que musitar
“algoritmo” y los ceros y unos que la componían se esfumaban más allá de las
barreras de la percepción humana, iban a hibernar a donde sea que habiten los
recuerdos de los reyes conquistadores y las crías indefensas de los animales
mitológicos.
Acababa de
pronunciarlo, pero no con la fuerza vehemente con la que se ejecutaría un
exorcismo, ni tan siquiera como cuando al caminar bajo una tormenta sin cobijo
a la vista pretendes ahuyentar a los relámpagos con la voz, sino más bien como
un ruego desganado y antes de poder siquiera parpadear, el holograma ya no
estaba. Por lo menos podría haber dejado ese curioso post-efecto óptico que los
fogonazos dejan a veces en las retinas y que brillan bajo los párpados como
luces pasajeras en la pantalla de un cine de verano. La de verdad, sin embargo,
hubiera dejado un agradable rastro de aroma que se hubiera hecho fuerte en la
habitación y habría matado a un par de rehenes antes de arrojarse por la
ventana, del mismo modo sus pisadas se hubieran hecho más fuertes y alguna
puerta hubiera cometido el terrible error de estar allí parada para poder ser
cerrada bruscamente con elevadas dosis
de teatralidad.
Sin la voz del
holograma, los sonidos escondidos en la estación salieron poco a poco de su
escondrijo, los incansables sistemas que filtraban el aire, el crujir de la
estructura de metal enfrentada a la presión y la temperatura del satélite, los
cientos de contadores luminosos que mantenían activa toda la base… Ocurría como
en la selva, en los instantes de la puesta de sol, cuando la leona dormita y
los pequeños animales se atreven a asomarse tímidamente agradecidos de seguir
con vida un ciclo más. En esos momentos, bañado por la lluvia de Perseidas de
los sonidos a los que había sido sordo hasta hacía instantes, era algo más
consciente de que estaba realmente solo, en una base de exploración construida
rápidamente por el presupuestario más bajo (lo que tratándose del ejército son
palabras mayores) en un pequeño asteroide que no dejaba de dar vueltas
obedientemente a un planeta cuya casta guerrera llevaba siglos en el trono y
que de mis indagaciones podría depender que entráramos en guerra con ellos o
no. Si algo salía mal podría proferir todas las palabras de seguridad que
quisiera que no serviría de nada, tan solo podría aspirar, si era lo
suficientemente rápido, a una huída a velocidad media en una pequeña nave con
poca autonomía y sin capacidad para realizar un salto cuántico.
La dinastía
reinante decía descender de una legendaria reina Zagrovia, de la que hay
recopilados varios cantares, y habían llegado al trono porque eran
numéricamente más y además más bestias que los otros hatajos de nobles que
combatieron por él. El lema de su escudo decía algo así como, todavía los
volubles matices del idioma se me escapan, “la
violencia abre todas las puertas y todos los corazones”. Un hacha y una
cerradura plateadas en un campo de calaveras sobre fondo negro. Ya habían
conquistado algunos otros planetas, éste era el mundo trono, el centro del
naciente imperio, aunque el resto de planetas eran escasos y estaban
diseminados por el sistema, no siendo más que unos virreinatos nominales con
más independencia que otra cosa. Sofocar rebeliones es un trabajo muy cansado y
sacrificado cuando puedes estar matando gente en tu propio planeta sin tener
que irte más lejos y gastando menos combustible. Sinceramente yo no acababa de
ver el peligro que supondrían para la coalición terrestre, aun en el caso de
que entrásemos en guerra, pero tanto los psíquicos como el estado mayor
sabrían. En el ejército, aun en el más laxo y autónomo cuerpo de exploradores,
no se hacen preguntas si no quieres que te respondan lo que sabes que te van a
responder.
-
¿Me quieres? – Le preguntaba alguna vez.
-
Aborrecerte no te aborrezco, eso te lo reconozco. Y
alguna vez, cuando la luz es tenue y estoy de buen humor, me eres hasta
simpático. Yo me quedaría con eso como un triunfo a celebrar.- En este caso la
respuesta no siempre era la misma, pero solía ser algo muy similar. De nuevo no
me importaba, la sonrisa que creía percibir, emboscada detrás de su rostro
serio, con el índice en los labios como indicando que me callara, que era una
sonrisa secreta, pero que ella no se enterara, valía más que todas las
afirmaciones pedestres repetidas a lo largo de la Vía Láctea y bastante más que
todas las respuestas ñoñas desde ahora hasta que el big bang se reiniciara de
nuevo.
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