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Estaba seria
cuando trabaja o si la situación lo requería ¡pero, claro que se reía!, en esas
ocasiones el torrente de montaña de su personalidad, fresco y audaz, brillaba
con los destellos del oro que arrastraba con fuerza y que un afortunado
buscador encontraría río abajo, cuando llegara la calma, y cambiaría su vida
para siempre. Era un sonido capaz por si solo de soldar a fuego y al instante las
brechas más enormes en los cascos de naves de batalla para después guiarlas
hasta un refugio seguro, entre destellos
de tormentas iónicas que impedirían que
los radares enemigos las encontraran. El acorde salvador que te señala el
camino entre la oscuridad que juega en mitad de las estrellas.
Por supuesto que
el verbalizar metáforas de este tipo delante de ella estaba vedado, siempre
decía que despiezar a tu pareja en partes y comparar éstas con cosas al azar de
la galaxia era más propio de carnicerías, cuando te vendían que la cola de caimán
tenía un sabor dulzón más parecido a la falda de buey que al pollo. No tenía
corazón para decirle que eso era otra metáfora. Sin contar con que, añadía y
aquí me dejaba sin posible respuesta, los dorados soles son enormes bolas de
gases, el mar turquesa está lleno de algas podridas y de criaturas que defecan
dentro y que la argéntea luz de las estrellas que adoramos de noche son luces
fúnebres, puesto que esas estrellas murieron hace millones de años.
Me dejaba
entonces las metáforas para cuando hablaba con mis amigos de ella, uno de mis
temas de conversación favoritos, y lo hacía sin tener mucho en cuenta la
vergüenza social que suele acarrear tales comportamientos. Ciertamente no era
muy apreciada en el grupo de mis amigos, yo ya estaba acostumbrado a medir mis
palabras como si tuviera conectado una batería de coche a mis genitales y que
se pudiera encender al mínimo error, pero ellos no lo estuvieron nunca. Las
parejas de mis amigos menos todavía. Los intentos, educados y con tiento la
mayoría de veces, para que dejara cuanto antes a esa zorra eran, sin embargo,
uno de sus temas de conversación favoritos.
No obstante eso
no nos separó, ni estuvo cerca de ello, puesto que todos aguantamos a las
parejas de nuestras amistades con nuestra mejor cara que hemos ido practicando
relación ajena tras relación ajena, esa es una de las primeras reglas no
escritas de la amistad, que se suele respetar bastante más a menudo que la de
acostarse con esa misma pareja.
Los escarceos
infieles se suelen achacar siempre a una mirada de motivos, los instintos
irrefrenables, el alcohol, el estar pasando una mala racha, necesitar tener
experiencias fuera de la zona de confort... Como si no hubiera un momento para
la reflexión entre estar hablando tranquilamente, darse cuenta paulatinamente de
los mensajes respectivos que están siendo lanzados desde ambos lados de la
superficie de juego, buscar entonces un sitio apartado, desnudarse, tomar las
precauciones necesarias y proceder a ello. No es tan rápido como apretar el botón
para lanzar un bombardeo orbital aunque pueda ser igual de destructivo el
resultado. Es verdad que los instintos manejan muy a menudo nuestra nave, es
cierto, pero solo si ya hemos permitido más veces antes que tanto el piloto como
el copiloto se estén acostando juntos y encima les hayamos pagado la habitación
y los preservativos en esas ocasiones.
Alguna vez me
fue infiel, y estoy completamente seguro de que ni una sola más de las que me
dijo. Siempre le pedía, por favor, que prefería no saberlo, pero ella insistía
en que lo tenía que saber para poder obrar en consecuencia, que me lo debía,
era lo menos. Lo haría sin adornos, por supuesto sin descripciones vívidas y de
manera aséptica, pero sí que me lo tenía que contar. Si luego no quería o no
podía perdonarla era ya una decisión a tomar por mí una vez se conocieran todas
las variables.
Es evidente que
no perdonarla era impensable, no puedes dejar de perdonar a quien quieres. Y,
de hecho, me sentía sumamente agradecido de que después volviera conmigo.
Siempre pensaba que yo había ganado, ellos podían haber tenido un excelente
momento de sexo casual, pero al final yo dormía con ella, estaba con ella
cuando me levantaba y era el espectador privilegiado de su tenue caricia de
buenos días, nos tomábamos el primer café de la mañana juntos, el más
importante y dulce de la jornada, elegíamos entonces los atuendos de batalla,
afilábamos las armas y nos conjurábamos para afrontar el día espalda con espalda
como los dos últimos guerreros en una colina. No podía desear un mejor
compañero para estar en el campo de minas y bajo fuego continuo que era la
vida. ¡Jodidos perdedores!, levantad la vista a esa colina, miradnos y después
decir que yo no había ganado.