jueves, 24 de mayo de 2012

Refugiados (II)

Pues gracias a Ray Bradbury y su "Zen en el arte de escribir" me han vuelto las ganas de juntar letras, así que avancemos un poquito en la última historia inconclusa con la que estaba. Recuerden, la de los refugiados:


Refugiados (II)
 El abrigo negro se encendió un cigarrillo, tabaco rubio de las vastas praderas terraformadas de Jupiter, el mayor sabor del Sistema Solar en una sola bocanada tal que al aspirar podrás sentir la humedad de los cultivos de invernadero bajo la presión de las tormentas eternas y circulares del gigante gaseoso. Con cada inspiración una diminuta estrella fugaz rojiza brillaba durante unos leves instantes para terminar sus días en un apagón de cenizas grisáceas, solo para ser sustituida al cabo por una descendiente en un ciclo que terminaría cuando el universo del tabaco envuelto y apretado contra un filtro de algodón transgénico se olvidara con un pisotón en el suelo helado de metal. Mientras tanto el humo ascendía a los cielos en cuerpo y alma, sereno y grácil como los santos y los cientos de vírgenes diferentes pintadas en los retablos y polípticos de las antiguas iglesias, cuando en la fe convivían el misticismo y el genocidio sin el menor reparo.
Uno de los guardias se vio arrastrado por su araña y al plantarse delante de él sus ojos polifacetados devolvieron el brillo del ascua del cigarro en cientos de reflejos diminutos y brillantes, pequeños puntos de fuego que se movían al compás de la bestia que trataba de avanzar y librarse de la cadena. 

-          ¿Fuma el bicho? – Preguntó sonriendo mientras ofrecía el paquete de “rayo divino” a media altura, como si la oferta pudiera valer tanto para la araña como para su dueño.
El guardia de seguridad no contestó, se golpeó suavemente la pierna con la porra eléctrica, al compás de las chispas que generaba,  dejó a la araña mover su cabeza como un pianista llevando el ritmo y dejó finalmente adivinar una mirada ceñuda debajo de sus gafas de sol blindadas mientras se daba la vuelta con un aire de indiferencia conseguido con la práctica de muchos años de matón.

-          Menos mal que no llevan perros, si no hubieran olido lo que llevamos para comerciar. – Suspiró aliviada la mujer del abrigo blanco
-          No te creas, las arañas tienen un sentido del olfato muy desarrollado, lo necesitan para usar sus feromonas sexuales. En cambio tienen muy mal sentido del oído, perciben vibraciones, sí, pero… - Se paró de repente el discurso del abrigo azul - ¿Cómo no lo ha olido?
-          Supongo que la alquimia del sudor, el miedo, el combustible de las naves y estas salchichas asadas en grasa – dijo el abrigo negro abriendo un paquete de papel albal – envueltas junto con la droga han obrado el milagro.
-          ¿Vamos a poder venderla?
-          Seguramente, el síndrome de abstinencia del opio venusiano es bastante malo. Un poco de sabor a salchicha no dejará de abatir momentáneamente al mono.
-          ¿No notas a los guardias algo más juntos?- Preguntó cambiando de tema con la facilidad con la que los salmones saltan por el río - No creo que sea por el calor humano ni porque estén compartiendo nada. ¿No te parece como una discusión de las jugadas que se llevarán a cabo en el rugby?
-          Un momento. Recibo algo – Contestó el abrigo blanco mirando su ordenador de mano. – Multitud de naves llegan al sector, aun sin identificar.
-          Pues seguramente quieran limpiar el satélite antes de que llegue quien quiera que sea…

Los guardias, se abrieron, como un coro griego dispuesto a revelar el destino funesto de Edipo, con un gesto casi imperceptible, como de gato doméstico, subieron el volumen de sus porras que llenaron el ambiente de un punzante olor a ozono, dejaron que las cadenas de las arañas se alargaran considerablemente y caminaron hacia la cola de refugiados sin que la mueca de desprecio que llevaban permanentemente cambiara y sin que se adivinara otro gesto debajo de sus gafas de sol blindadazas.

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