Refugiados (II)
El abrigo negro
se encendió un cigarrillo, tabaco rubio de las vastas praderas terraformadas de
Jupiter, el mayor sabor del Sistema Solar en una sola bocanada tal que al
aspirar podrás sentir la humedad de los cultivos de invernadero bajo la presión
de las tormentas eternas y circulares del gigante gaseoso. Con cada inspiración
una diminuta estrella fugaz rojiza brillaba durante unos leves instantes para
terminar sus días en un apagón de cenizas grisáceas, solo para ser sustituida
al cabo por una descendiente en un ciclo que terminaría cuando el universo del
tabaco envuelto y apretado contra un filtro de algodón transgénico se olvidara
con un pisotón en el suelo helado de metal. Mientras tanto el humo ascendía a
los cielos en cuerpo y alma, sereno y grácil como los santos y los cientos de
vírgenes diferentes pintadas en los retablos y polípticos de las antiguas
iglesias, cuando en la fe convivían el misticismo y el genocidio sin el menor
reparo.
Uno de los
guardias se vio arrastrado por su araña y al plantarse delante de él sus ojos
polifacetados devolvieron el brillo del ascua del cigarro en cientos de
reflejos diminutos y brillantes, pequeños puntos de fuego que se movían al
compás de la bestia que trataba de avanzar y librarse de la cadena.
-
¿Fuma el bicho? – Preguntó sonriendo mientras ofrecía
el paquete de “rayo divino” a media altura, como si la oferta pudiera valer
tanto para la araña como para su dueño.
El guardia de
seguridad no contestó, se golpeó suavemente la pierna con la porra eléctrica,
al compás de las chispas que generaba,
dejó a la araña mover su cabeza como un pianista llevando el ritmo y
dejó finalmente adivinar una mirada ceñuda debajo de sus gafas de sol blindadas
mientras se daba la vuelta con un aire de indiferencia conseguido con la
práctica de muchos años de matón.
-
Menos mal que no llevan perros, si no hubieran olido lo
que llevamos para comerciar. – Suspiró aliviada la mujer del abrigo blanco
-
No te creas, las arañas tienen un sentido del olfato
muy desarrollado, lo necesitan para usar sus feromonas sexuales. En cambio
tienen muy mal sentido del oído, perciben vibraciones, sí, pero… - Se paró de
repente el discurso del abrigo azul - ¿Cómo no lo ha olido?
-
Supongo que la alquimia del sudor, el miedo, el
combustible de las naves y estas salchichas asadas en grasa – dijo el abrigo
negro abriendo un paquete de papel albal – envueltas junto con la droga han
obrado el milagro.
-
¿Vamos a poder venderla?
-
Seguramente, el síndrome de abstinencia del opio
venusiano es bastante malo. Un poco de sabor a salchicha no dejará de abatir
momentáneamente al mono.
-
¿No notas a los guardias algo más juntos?- Preguntó
cambiando de tema con la facilidad con la que los salmones saltan por el río -
No creo que sea por el calor humano ni porque estén compartiendo nada. ¿No te
parece como una discusión de las jugadas que se llevarán a cabo en el rugby?
-
Un momento. Recibo algo – Contestó el abrigo blanco
mirando su ordenador de mano. – Multitud de naves llegan al sector, aun sin
identificar.
-
Pues seguramente quieran limpiar el satélite antes de
que llegue quien quiera que sea…
Los guardias, se
abrieron, como un coro griego dispuesto a revelar el destino funesto de Edipo,
con un gesto casi imperceptible, como de gato doméstico, subieron el volumen de
sus porras que llenaron el ambiente de un punzante olor a ozono, dejaron que
las cadenas de las arañas se alargaran considerablemente y caminaron hacia la
cola de refugiados sin que la mueca de desprecio que llevaban permanentemente
cambiara y sin que se adivinara otro gesto debajo de sus gafas de sol
blindadazas.