viernes, 27 de mayo de 2011

Revolución sexual (I)

Empezaré con una breve lección de historia,  la que seguramente sea innecesaria, pero nunca puede saberse qué va a pasar en los años venideros, todo puede olvidarse y repetirse del mismo modo con el fantástico apoyo de artillería que presta la ignorancia.  En el último siglo se produjo lo que los aburridos historiadores dieron en llamar "la segunda revolución sexual", un nombre muy poco original, como verás, pero por lo visto los buenos ya estaban cogidos, y me refiero tanto a los nombres como a los historiadores. Las nuevas tecnologías multiplicaron las posibilidades, gracias a los diversos tipos de realidad virtual uno podía sentir y recordar de una manera muy similar a la terrena cualquier deseo o fantasía de índole sexual que quisiese. Al terminar, uno podía jurar que había vivido la experiencia. Lamentablemente sólo podía jurarlo porque ontológicamente no había sido así. La industria de la robótica no dio su salto cualitativo hacia el desarrollo total de la inteligencia artificial para propiciar el descubrimiento de nuevos planetas o para realizar complicados algoritmos que permitiesen la comprensión del cerebro humano, que es lo que la comunidad científica hubiera pensado, sino para uso y disfrute de las masas ávidas de nuevas sensaciones de bajo nivel instintivo. La ferro-prostitución llegó a ser uno de los sectores en alza de una manera tan paulatina que casi resultó inapreciable. Lamentablemente para los inversionistas o diseñadores muy pronto la ingeniería  genética, espoleada por el éxito comercial de sus rivales,  desarrolló también todo tipo de pruebas para lograr lo que los periódicos no cesaban en llamar "el ser sexual definitivo". Seguramente Crick y Watson se revolverían en su tumbas de descubrir el uso que se daba a las células madre. Tentáculos, aguijones, cuernos, lenguas prensiles... Todo podía conseguirse.  Es cierto que tanto la inteligencia artificial como las creaciones genéticas resolvían todo aquello que cualquier persona imaginase casi tan bien como la realidad virtual, pero en seguida comenzaron las voces discordantes que clamaban por la vuelta al libre albedrío, ya que tanto las máquinas como los resultados de la manipulación del ADN eran entidades que tan sólo actuaban tal y como se las hubiese programado previamente, lo cual reconducía la discusión al punto de partida de que el ser humano en el fondo no era más que programación genética, el vehículo de lujo que los genes habían creado para su transmisión camino del infinito. Todas estas disputas dejaron de tener sentido en cuanto entraron en liza en el negocio del sexo las diversas especies alienígenas que terminaban como preciados objetos sexuales en la vieja Tierra. Para las cuales el libre albedrío se les suponía, todo lo que se le puede suponer a alguien que se acuesta con otro por dinero si no quiere morirse de hambre.  Finalmente ocurrió lo que era, o debiera haber sido, harto previsible, el proceso llevó a que la Tierra acabara convertida en una flotante y azul casa de lenocinio, en el prostíbulo de la Vía Láctea y de las galaxias circundantes.  En la Tierra se había obrado el milagro, cualquiera podía tener sexo con quien y como quisiese, o con algo idéntico, sin importar el físico, la personalidad, la conversación animada o los fingidos dolores de cabeza de la otra parte. El ser humano, en el terreno sexual, había ganado la partida, no sólo a la naturaleza, sino también a la complicada psicología de la especie que empezó a complicarse en cuanto unos monos decidieron en un mal día de aburrimiento bajar de los árboles.
El sexo era el negocio número uno de la galaxia y tenía su centro en la Tierra, gobernada ya desde hacía décadas por una democrática pornocracia, que con la generosidad que la caracterizaba, repartía gratuitamente las vacunas necesarias para todas las enfermedades sexuales (e informáticas) que pudieran surgir, hasta el punto en que las enfermedades de Venus, como se las llamaba mucho más antiguamente, estaban tan extintas y controladas como la peste bubónica.
 Por supuesto también surgieron multitud de religiones que defendían que, finalmente, se había descubierto que es lo que movía el mundo, que no era el amor, sino tan sólo el sexo. Algunas de las cuales hasta llegaba a proclamar, imbuidas de profundo fervor religioso, que era el mismo esfuerzo sexual lo que propiciaba que la Tierra siguiese girando, que el movimiento alrededor del sol no se parase jamás, al verse empujado por el acto sexual de todos sus habitantes. Por supuesto, sectas extrañas ha habido siempre a lo largo de la historia, pero el dogma y los mandamientos que promulgaban éstas eran los más fáciles de seguir y los que contaban con un mayor número de seguidores.
El sexo siempre había sido una de las necesidades primarias del ser humano, y ahora también de las razas alienígenas aculturizadas, igual que el comer, el respirar o el contar con un refugio cuando la lluvia ácida se tornaba insoportable.

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