Es Saturnalia en
Londinum y para conmemorar cómo el concilio de druidas sacrificó hace
justamente mil ochocientos ochenta y ocho años al hijo del dios solar bajo el
muérdago, las fábricas de armas para combatir a los unionistas del continente
Hasllsttático no dejan de trabajar las treinta y cuatro horas del día. Lo harán
así durante toda la semana de festividades para que, simbólicamente, el hollín
y el humo tapicen el cielo a modo de mortaja y la luz del sol enferme y acabe
por parecer uno de los ancianos con enfisema que se terminan de marchitar en
los hospitales de benefi-ciencia. De este modo, hasta la nieve cae ennegrecida,
mancillada desde su concepción en las macilentas nubes y vuelta a profanar por
millares de botas y encallecidos pies descalzos camino de las minas de
cavorita. Los autómatas del relojero son muy preciosos y caros para
desgastarles en semejantes trabajos, ellos tienen que servir los banquetes
opulentos de los lores, calcular la trayectoria de los obuses que crucen el
canal de Beltaine y manejar los carros aéreos de puro color dorado. De las
minas y las fábricas ya se encargan la miríada de niños huérfanos que los
sabuesos de StCrooge dan caza noche tras noche. Aullidos mecánicos y engrasados
que se solapan con los silbatos de los agentes de Hibernian Yard. Frío, hollín,
bosques de chimeneas naranjas como el hígado de los buitres y el vapor que
emana de cada coche y autómata que rueda sobre el pavimento. Londinum es todo
eso, una sucia máquina de ladrillos, vapor, ruedas dentadas y hambrientos, que
trabajan sin pausa para el sostenimiento de la casta de los lores.
Y sin embargo, bajo
la ciudad, en las abovedadas alcantarillas de ladrillo quemado, la temperatura
no es mucho más cálida que en el exterior, pero como compensación no huele mucho
peor. Aun con todo, es el modo de viajar
más seguro para cruzar la ciudad y mucho más si llevas detrás de ti a todos los
niños hambrientos y cansados que has conseguido arrancar, casi literalmente, de
las fauces de los sabuesos. Así que, cada cierto tiempo, tengo que parar,
darles unas pocas nueces y pasas que llevo en la mochila, pero que hago como
que se las saco de sus ateridas orejitas, les canto un par de estrofas de las
canciones más obscenas que me sé (al principio cantaba nanas infantiles, pero las
letras rijosas tienen mucha mejor acogida) y continuamos nuestro camino, horadando
el vientre de la bestia, dejando encima de nuestras cabezas el mugriento río
Gull y la torre de las ejecuciones, el murmullo continuo de los fumaderos de
saúco, los mercados nocturnos de los duendes y los barrios del gremio de
vestales.
- Y este será
vuestro refugio, príncipes y princesas – les digo con una exagerada reverencia
al pararnos ante una enorme y labrada puerta de roble, encajada entre el
ladrillo – Aquí podréis descansar y comer. Pero cuando os reconfortéis os vamos
a necesitar, el ejército de liberación Luddita precisará de cada uno de
vosotros para su supervivencia.
- ¿Y pondremos
muchas bombas? – Me pregunta una golfilla con una vocecita ilusionada.
- Muchas. Bombas de
todos los colores y tamaños. En cada autómata, cada edificio oficial, cada
fábrica y cada vehículo de vapor. Somos los ludditas. No dejaremos un solo
templo megalítico sin su bomba, ni un solo autómata sin estallar.
Una vez que les he
enseñado todas las galerías, las salas de entrenamiento, de descanso, las
cocinas y las bibliotecas, les dejo a todos bebiendo un humeante tazón de
achicoria y me relajo en la sala más tranquila que encuentro para inyectarme la
morfina que le cambié a un arruinado detective por un viejo y descordado
violín. Ha sido un día muy duro y la morfina me acaricia con sus blancas y
frías manos de un modo que consigue que no eche de menos el tacto de una mujer.
Me faltaría una sonrisa, pero con los ojos cerrados es casi como si sintiera la
caricia en mi rostro mientras el calor recorre mis venas con la velocidad del
telégrafo y me puedo entonces imaginar la sonrisa, brillando ardiente detrás de la oscuridad de mis párpados
sellados.
“27” fue la respuesta de la
clepsidra procesador. El complicado mecanismo de engranajes, poleas,
recipientes de agua y vapor nos había respondido con este número a nuestra
pregunta de si era conveniente adelantar la colocación de nuestra bomba en el
parlamento. Hubo debates de todo tipo, pero finalmente, los prebostes de la
revolución decidieron que la suma de las dos cifras es “9”. Número más alto que resulta
de poner el “6”
al revés, del mismo modo que nuestra revolución pondrá al revés el sistema y
dará lugar a una sociedad mejor. Igual estoy exagerando un poco, lo reconozco, pero
fue algo igualmente ridículo. Por supuesto los líderes de nuestro movimiento
tenían cosas mejores que hacer, así que me tocó a mí llevar a los chavales más
mayores en su primer trabajo de campo, tranquilizarles, revisar todos los
artefactos explosivos, repasar una y otra vez las rutas de llegada y de huída y
de reincidir en el santo y seña que opera en cada uno de nuestros santuarios
repartidos por Londinum.
La ley de Orchram
dice que cuando los hilos del destino están enredados para que todo salga bien,
la navaja de la fatalidad aparece con sus destellos nacarados para cortarlos de
raíz. Esta vez no dejó un solo hilo sin cortar. Con una precisión de relojero,
el plan fue fallando desde que pusimos los pies detrás de las puertas de roble
labradas, dirigiéndonos al mausoleo de chimeneas que nos esperaba fuera:
Primero la ruta preparada tuvo que ser modificada sobre la marcha ya que un
asesinato de vestales ocurrido la noche anterior tuvo a los geomantes del
consejo midiendo las líneas dragón para ver si el acontecimiento podía tener
repercusiones en la historia pasada y futura.
Más tarde dos de
las bombas pequeñas, los primeros señuelos que despistarían a las autoridades
camino del parlamento decidieron no explotar. No tuve tiempo de mirar la causa,
así que me limité a escribir con tiza de colores un mensaje subversivo que
sería reportado en escasos minutos y nos permitiría distraer ligeramente la
atención. No es lo mismo que unas explosiones, pero una tiza no es tan mala sustituta.
Como la morfina para las sonrisas.
Para terminar, uno
de los chavales sopló un silbato de plata, no tenemos por costumbre registrar a
los huérfanos que recogemos, aunque si salimos de ésta empezaremos a hacerlo, y
decenas de sabuesos y autómatas aparecieron por todas partes. Repartí
rápidamente pastillas de cianuro con sabor a regaliz entre los chavales por si
les fuera necesaria una muerte rápida, pateé al traidor, lancé a un autómata
contra un sabueso y corrí, esperando que me siguieran a mí antes que a ellos.
Ya no me atreví a meterme en los refugios secretos porque igual ya no eran ni
secretos ni refugios, así que callejeé por los peores lugares que recordaba,
mientras sangraba profusamente por una pierna debido al mordisco metálico de un
sabueso.
Todavía me queda
una bomba, la más devastadora de las que preparamos, una dosis de morfina y no
me espera en casa ninguna sonrisa. No quiero explotarla en los barrios de
trabajadores, así que camino hacia los jardines y los cromlech del centro de la
ciudad y de la zona de los lores. Cuántos más me sigan mejor. Los autómatas son
caros y los megalitos fueron levantados hace mucho, así que el daño causado
será considerable. No tanto como para poder poner del revés al sistema, pero
para ladearlo un poco al menos seguro que sí.
He sangrado mucho y
estoy cansado, aunque la morfina haga que parezca que me han salido unas alas
de paloma y me deslizo por encima del empedrado. Me siento a descansar cuando
oigo los ladridos y chirridos. Tengo amigos en la torre de ejecuciones y
seguramente haya gente del consejo de druidas que me recuerde, es posible que
no me maten ahora mismo. Pero me empieza a dar igual, la droga equipara el frío
que siento por la pérdida de sangre y me empieza a importar menos cada vez,
porque, con los ojos cerrados, en la penumbra de mi visión comienzo a verse
esbozar una sonrisa…