Hace menos de diez minutos que has dejado
de respirar. Y tan solo once desde que dejaste de sonreír. Estabas más atenta
de rebajar mi preocupación que de los agujeros de hiperláser que te habían
atravesado el pecho y por los que todo lo que habías sido y lo que llegarías a
ser se estaba marchando sin ni siquiera sentir la necesidad de mirar una sola vez
hacia atrás.
“¡Adelante!” era la única orden que los
suboficiales fueron capaces de construir, una vez que ese pulso electromagnético
orbital convirtió todas las telecomunicaciones
en algo que, en nuestro tiempo relativo, ya nos parecía una práctica ancestral
y olvidada, algo que hacían los shamanes en los tiempos más pretéritos sin
repercusión alguna en nuestro presente. “¡Adelante, tomad la colina!”. Era una
orden sencilla, fruto de la idea de que así
cualquiera, aunque careciera de un mínimo de formación militar, podría entenderla
de inmediato. Ese fue siempre el problema en esta guerra, que los ideales
elevados, las buenas intenciones, las consignas y las fervorosas canciones
revolucionarias se estrellaron irremediablemente contra el muro de la formación
militar más elemental y la superioridad técnica. Las Brigadas Interplanetarias, aquellas que se
unieron soñando con cruzar en fraternidad el Sistema Solar y con que salvarían
a Marte de la opresión ultraliberalista, carecíamos por completo de ambas.
“¡Hasta los litiolivos están sangrando!”
Oí decir a alguien a mis espaldas entre el monzón de láseres que se había
desencadenado, la cornucopia de ocres piedras marcianas reventadas, los
incesantes gritos agónicos y la sangre hirviendo al cauterizarse nada más salir
pulverizada de las aberturas de los cuerpos que las viejas armaduras enviadas
por la comuna anarco-sindicalista de
Plutón, reliquias de su revolución, no podían evitar.
La Quince brigada estaba siendo
dispersada a lo largo de toda la cuenca Argyre por un enemigo que sabía muy
bien lo que hacía. Previamente los bombarderos de la Legión Roc procedentes del
tercer Imperio de Saturno habían arrasado con los asentamientos civiles de
colonos que tendrían que proporcionarnos combustible y avituallamiento. Más
adelante las posiciones estratégicas en lo alto de las colinas fueron tomadas
con eficiencia impecable, mientras que las asambleas libres en nuestro bando se
dedicaban a discutir sobre la manera más justa de colectivizar las granjas
hidropónicas que se iban a liberar a buen seguro. Y ahora, los disparos
efectuados desde las posiciones aventajadas estaban causando el número máximo
de bajas previstas. Cuando nos alistamos
en las brigadas no estábamos pensando en que podría llegar a ocurrir esto.
Aunque seguro que no se te escapaba que
si había un motivo para que yo me alistara, ese eras solamente tú. Primero
comencé acompañándote a esas reuniones clandestinas que se celebraban de
madrugada en los garitos de realidad virtual de código libre, donde se leían
fragmentos de libros editados de nuevo en papel, con la tinta todavía fresca de
las imprentas asociacionistas neokraussianas. Se leían en voz alta con
sentimiento para nada fingido, se asentía casi con total unanimidad a cada
párrafo, se aplaudía en los fragmentos más impactantes y al finalizar, los
folletos con los extractos de esos fragmentos se repartían para que de ese modo
la fuerza de los memes que se estaban engordando allí con el pienso consistente
del intelecto y adecentando con los elaborados perfumes de la ilusión no
decayesen. No nos quedamos en eso, como
otros muchos activistas de salón y de fin de semana, nosotros fuimos escalando
por la ladera de mayor escarpe la montaña revolucionaria y asistiendo así más
tarde a las asambleas selectas, donde los representantes de los neosoviets de
las comunas de cada planeta nos hablaban de cómo sería la vida en un Sistema
Solar hermanado y libre. Casi sin darnos cuenta saltamos a las escasas y poco
eficaces semanas de instrucción en los campamentos anarquistas del cinturón de
asteroides de Kuiper y, finalmente, como en un cambio de plano de las películas
antiguas que fuera un prodigio de síntesis, firmamos de manera definitiva nuestro
compromiso con las ilusionadas Brigadas Interplanetarias.
Cuando nos embarcamos en nuestra nave de
transporte, La Buenaventura Durruti, viniésemos
de donde viniésemos estábamos todos unidos. Y procedíamos de todo el Sistema,
de las utopías postfeministas de las lunas de Júpiter, también desde los tecnofalansterios
neptunianos, de las minas calvinocatólicas de carbodendrita excavadas en
Mercurio y hasta de los ranchos nómadas de holodelfines guía de las tormentosas
nubes de Venus. Entre todos nosotros podían contarse prácticamente todas las
profesiones y aficiones imaginables, a nuestro lado, enganchados con correas de
sujeción a la pared y sentados en el mismo banco teníamos a proletarios virtuales
de los cubículos de farmeo para los juegos en línea con más usuarios, xenoarqueólogos
dispuestos a ver en las antiguas ruinas marcianas restos que demostraran la
existencia de sociedades colectivizadas pre-humanas, había periodistas y
blogeros de la temática que quisieras pedir, nos acompañaban también psicólogos de
inteligencias artificiales, recolectores de caucho lunar, politólogos expertos en la burocracia interna
de todos y cada uno de los partidos galácticos, estudiantes universitarios miembros
de todo tipo de asociaciones… Éramos jóvenes
cuyos ideales nos impulsaban de manera incesante como el viento solar,
post-adolescentes para los que la guerra hasta el momento no había sido otra
cosa que un juego en red con el que pasar horas y horas de tu vida mientras se
engullían litros de bebidas energéticas que la acortarían considerablemente. Era
la causa lo que nos unía. Causa con mayúsculas. Esa causa que en nuestra
ilusión compartida brillaba pura, como las promesas de los amantes cuando tras
hacer el amor se abrazan mientras los sudores de ambos cuerpos se enfrían al
unísono o las de los comerciales de las megacorporaciones tratando de vender
hiperacciones a un mercado bursátil que va camino de su quinta recesión semanal.
Todo iba a salir bien porque tenía que salir bien. Nos lo habíamos prometido a
nosotros mismos.
Pero la causa no protege a nadie de
bombardeos, no te ofrece cobertura frente a hiperláseres o te sirve de gran
cosa ante la falta del material bélico que hubiera sido necesario hasta para
unas maniobras de fin de semana. Nuestros fusiles láseres antiguos fallaban en
su calibración y cuando se calentaban, tras unos pocos disparos, emitían un
fulgor naranja a través de su rendija de ventilación que podía divisarse hasta desde
lo alto del Mons Olympus. Nuestros “naranjeros” eran unas armas que hubieran
desechado por inútiles hasta los piratas de la chatarra más ruines. Pero no
teníamos otras y pensábamos que si la causa era justa el universo conspiraría
para que la consiguiéramos. No, lo
pensábamos de verdad. Éramos idiotas.
No es que yo no creyera en la causa, cierto
es que no se me hinchaba el pecho cuando oía a los vocales del ateneo dar los
discursos y esas arengas tan ensayadas en su lirismo y plagiadas todas de
Shakespeare; tampoco era que sintiera como las lágrimas se me agarraban con
uñas y dientes a los lacrimales luchando por no caer cuando se cantaban los
himnos revolucionarios, como sí veía que ocurría a nuestro alrededor. Pero a
pesar de todo sí que la consideraba una causa justa. Marte había sido la cuna
de la libertad, el primer planeta del Sistema Solar terraformado, y el proceso
fue tan duro que todo lo que había allí tenía que ser por necesidad de todos.
Decían que el trigo marciano era todavía trigo y que allí todo hombre tenía una
mano para cuando la necesitaras. Que hace unos años la privatización hubiera
terminado con todas las granjas colectivas y las comunas de artistas ya era
algo malo. Que un contingente militar marciano hubiera tomado el planeta en
nombre del gobierno corporativo solar porque las elecciones no cumplían con sus
requisitos de sufragio censitario había sido el desencadenante final. ¡Claro
que la causa era justa! Los militares no iban a llegar a la capital San Ray,
las brigadas voluntarias y la milicia civil de Marte no les iban a dejar pasar.
Aunque no es menos cierto que hubiera
creído en cualquier causa que tú hubieras defendido. Solo quería estar contigo,
poder paladear el suave manjar lleno de matices de tu compañía, saber que podía
estar atendiendo a cualquier otro estímulo y que al girar la cabeza seguirías
ahí, lo más brillante y hermoso que existiría en unidades astronómicas de distancia.
Soñaba con poder estar horas seguidas junto a ti hablando de cualquier cosa y
viendo esa sonrisa que dejó de existir hace menos de un cuarto de hora. Esa
sonrisa que me levantaba de un tirón cada vez que la vida en las brigadas era
más complicada de lo que imaginábamos. Literalmente hubiera muerto sin ti y sin
esa sonrisa. Y seguramente lo haga. Ya no tengo esperanzas en poder pasar una
rotación marciana más.
Decir que me gustaría que estuvieras aquí
no hace justicia a lo que siento. Sería como llamar trozo de piedra a un
diamante o decir que en el big bang se generó un poquito de energía. Si ahora
estuvieras aquí no estaría llorando parapetado tras los cadáveres de unos
flamencos rosas de granja, seguramente ya le hubieras dado una colleja al
comisario y te hubieras encargado de organizar una retirada ordenada para
después, en el campamento, brindar con todos a los que habrías salvado la vida
en esa jornada y así se hubiese vuelto a inflamar la llama de la causa en todos
nosotros. Tal vez no hubieras salvado a Marte tú sola, pero seguramente a mí
sí.
Pero ahora serás tan solo un sedimento
más del planeta rojo, un nutriente añadido de unos litiolivos que ojala alguna
vez dejen de sangrar. Tu recuerdo terminará siendo un nombre agregado a una
lista de caídos que se cantará durante décadas cuando el alcohol y la nostalgia
tomen los mandos de los viejos guerrilleros demasiado cansados para pilotar ellos
solos su cabeza por esa noche, pero que quedará reducido al final a un simple efecto
fonético que tiene que encajarse en una estrofa. La canción no dirá nada de la
manera tan encantadora que tenías de morderte una uña mientras estabas
pensando, o la cara de fastidio que ponías, como si tus ojos intentaran huir
abochornados, delante de aquel que osara decir una tontería; tampoco
mencionaría el maravilloso sonido de tu risa o como un olor tan simple como el
linimento para el dolor de rodilla, olía distinto en ti. ¿Ves? Si estuvieras
aquí ya me habrías levantado y no me hubieras dejado hundirme en este mar
helado del dolor de tu ausencia.
“Adelante, hay que seguir para tomar la
colina. ¡Viva la quince brigada!”. Me parece que alguien ha dicho, me levanto
sin pensarlo entre plumas rosas manchadas de sangre, ya no me importa la causa,
ni la liberación de Marte, ni nada. Solo sé que soy quien tiene que almacenar
tu recuerdo y voy a hacer todo lo posible para vivir ya que llevo en mi cabeza
lo más valioso del Universo, la carga más preciada que nunca ha existido, más
que cualquier ideal o doctrina igualitaria, te llevo a ti y depende de mí que
eso no se pierda. Pero ojala estuvieras aquí conmigo.